sábado, 21 de julio de 2018

INDIVIDUALISMO


Q Train (1990), Nigel Van Wieck
Me interesa el individualismo como elaboración mítica; o mejor: como arquetipo fundacional de las sociedades modernas de Occidente. Pero no sé cómo definirlo. ¿Cómo definir lo que siempre permanece velado? ¿No ocurre algo similar con el capitalismo? Pocas personas afirman ser “individualistas”. Muchas menos se declaran “atomistas”. Si usan estos términos es casi siempre para designar a otros con carácter peyorativo. Es decir, los utilizan negativamente, en el sentido de definirse contra algo, de distanciarse de lo que no son, de lo que ellos creen no ser o de lo que no quieren que los demás piensen que podrían ser. Pero sin duda hay personas que reconocen ser “individualistas”. Ahora bien, con ello a menudo no pretenden encuadrarse ideológicamente en un sector político concreto, sino más bien confesar un rasgo característico de su personalidad, de su naturaleza. Ser individualista, en este sentido más cotidiano, supone simplemente preferir el átomo al conjunto, la autonomía a la identificación colectiva, la acción unipersonal a la acción conjunta. Coloquialmente, suele entenderse que quien reconoce ser individualista está declarando en el fondo su visceral egoísmo mediante la utilización de un eufemismo. Pero ni que decir tiene que a nadie le interesa presentarse como un egoísta, aunque interiormente así se reconozca. A nadie le interesa (si no es por razones contextuales muy específicas: artísticas, humorísticas, polémicas, etc.) enfrentarse de ese modo a un consenso tan global y universalista. Traigo aquí el ejemplo de Max Stirner. A día de hoy seguimos sospechando que su iracunda defensa del egoísmo (El único y su propiedad) bien pudo ser en realidad una megalomaníaca broma filosófica. Todo el mundo sabe (aunque no haya leído a Aristóteles) que el hombre es un ser social, que se hace individuo en el grupo, que es el todo el que le hace único. El egoísmo es cualquier cosa menos una ideología. Es un rasgo de la personalidad o, incluso, en el peor de los casos, una patología psíquica. Cierto que no hay hombre desprovisto de egoísmo, por mínimo que sea. La ley de la auto-conservación no es sino un egoísmo natural. Existe hasta un egoísmo socialmente aceptado: el afán de progreso material. El capitalismo lo fomenta, y nadie (incluso los que a este sistema se oponen) puede escapar a su influjo. El capitalismo sabe bien cómo explotar una vena consustancial al alma humana.
Pero las personas aceptan generalmente que una comunidad no podría funcionar sin colaboración, sin interdependencia, sin solidaridad. Unos hacen depender esto de la ética, sea esta ética la que fuere; otros la hacen depender del interés mutuo. Unos apelan en esta materia a la razón; otros al instinto o al sentimiento, es decir, a la empatía. En cualquier caso, casi nadie tolera el egoísmo como principio radical de organización individual, y mucho menos social. Visto así, el egoísmo es una falta (presente en mayor o menor grado en cada uno de nosotros) que debemos combatir, interior y exteriormente. A esto me refería cuando hablaba de un consenso global. El egoísta absoluto no colabora, destruye lo propiamente humano. Sin embargo, el egoísmo tiene también un rostro menos negativo. Mandeville lo señaló con claridad: la persecución individual del interés, el placer, etc., lejos de ser causa de algún mal, es fuente de logros y bienes colectivos. Del vicio privado, dice Mandeville, nacen las virtudes públicas, lo cual no exime al individuo de la obligación de ajustarse a un comportamiento socialmente ético, esto es, de procurar la buena convivencia (porque ello redunda en su interés). 
Volviendo a la cuestión terminológica, lo que sucede es que, cotidianamente, el equívoco rodea la expresión “individualismo”. Suele emplearse como sinónimo o cuasi-sinónimo de “egoísmo”, pero entre los que se declaran o son individualistas hay el mismo porcentaje de egoístas que entre los que no lo son. Dicho de otro modo: puede haber más generosidad en un individualista que en un anti-individualista. Por consiguiente (siempre que quien lo emplee, refiriéndose a sí mismo, no sea con tal significación), aquel que afirma ser individualista no está reconociendo, ni explícita ni implícitamente, un pecado mortal, sino que se está refiriendo a otra cosa. Aquí se nos abren varias posibilidades. Generalmente, quien dice ser individualista está expresando, como decía antes, una pulsión de su sangre, una necesidad indeclinable de su voluntad: está expresando su inquebrantable adhesión a sí mismo, su irrenunciable soberanía de sí, lo cual no debería traducirse en simple egoísmo. Nos está diciendo que prefiere caminar según su criterio e interés; no necesariamente contra los demás o al margen de los demás, sino entre los demás. En resumen: anhelo de autonomía personal (lo que no le obliga ni al egoísmo irredento ni a la autarquía insolidaria de un renegado).
Hay, sin embargo, otras opciones de autodefinición individualista. Hasta ahora me he referido a la no intencionalmente ideológica (puesto que todo discurso de autodefinición, como todo discurso en general, bajo una lectura hermenéutica adecuada, desvela los materiales ideológicos que ayudaron a construirlo [por eso hay en el individualismo más extremo una nota infantil, utópica, que no pasa desapercibida, al igual que en el marxismo, como ya adivinara el propio Lenin]), dejando a un lado la que sí lo es. ¿Y qué es el individualismo ideológicamente considerado? Habría que empezar por acotar el marco semántico de la ideología, que es donde a partir de ahora nos vamos a mover. El profesor Terry Eagleton propone una lista básica de consenso, un punto de partida para la cuestión de lo ideológico. Consideremos, para empezar, que una ideología es un conjunto de técnicas mediante las cuales alguien se define o modula una parte de sí mismo, a la vez que define o modula los contornos del grupo en el que se está inscribiendo. Convengamos que la ideología no es un asunto privativo, personal. Según esto, una ideología define a un grupo, y a la vez ayuda a definir a los integrantes de ese grupo ideológico. Las ideologías son discursos sociales, útiles de cara a la construcción de sí o para el desenvolvimiento personal en sociedad o aisladamente, en lo económico, lo cultural, etc, pero, en cualquier caso, no serían (en principio) elaboraciones personales. Una ideología no es una idea. La ideología es, entonces, un producto social, que vale para representar a un determinado colectivo y también para ayudar a definir (siempre de forma contingente, para un punto concreto del tiempo humano) el actual estado de cosas de un individuo.
Desde el punto de vista intencionalmente ideológico, pues, alguien que afirme ser individualista podrá estar a un tiempo definiendo parte de su estado de cosas actual, parte de su propia vida y de cómo entiende la vida, y definiendo también los límites discursivos de un grupo social determinado al que se halla al menos próximo. Está definición (o definiciones) podrá ser política, moral, estética, económica, etc. Tan diversa como tipos de individualismo pueda haber. ¿Conocemos bien qué es el individualismo político, moral, estético, económico o metodológico? Habrá que explicar los diversos tipos de individualismo para poder empezar a entender el individualismo como mito y arquetipo. Lo crucial, lo verdaderamente crucial, es llegar a entender cómo el individualismo se ha convertido en la cultura de la posmodernidad, en la segunda piel del hombre de la sociedad de mercado, y por qué casi siempre necesita ser desvelado mediante la crítica ideológica. ¿Es el individualismo, la atomización normalizada, como predijo Tocqueville, el último producto de las democracias, o hay un más allá? ¿Quizá el sobjeto de Vicente Verdú? ¿Es el individualismo la ideología absoluta y perfecta de la posmodernidad, una ideología tan universal en Occidente que ha llegado a ser invisible, que ha llegado a desideologizarse? Si fuera así, ¿no sería esto la confirmación de la muerte de las ideologías, el establecimiento de la cultura del simulacro y la muerte del sujeto, en último término, como entidad dueña de sí?           

miércoles, 23 de mayo de 2018

EL OJEADOR INDISCRETO #1: LEOPOLDO PANERO

  Desde finales de los sesenta hasta mediados de los ochenta (más o menos, hablo de memoria), mantuvo en circulación la editorial Plaza & Janés sus "Selecciones de Poesía Española", que junto con su colección hermana, de poesía universal, es recordada hoy como una de las más entrañables de entonces. Entre sus numerosas antologías, sencilla y bellamente editadas (tamaño bolsillo, pasta dura y portadas originales), tengo ahora entre mis manos la dedicada, coincidiendo con el decimocuarto aniversario de su muerte, a Leopoldo Panero (Astorga, 1909-Castrillo de las Piedras, 1962), el patriarca de la estirpe tan cinematográficamente retratada por Jaime Chávarri en El desencanto. Hermano del también poeta Juan Panero, muerto en accidente de tráfico durante la Guerra Civil, amigo de Luis Rosales (el más íntimo), Luis Felipe Vivanco o Gerardo Diego, antes de afiliarse a la Falange (no sé si por convicción o para evitar futuros problemas), tuvo una época de fervor republicano (llegó a ser detenido, por cierto, acusado de estar al servicio del Socorro Rojo) y, como curiosidad, mantuvo refugiado en su casa al mismísimo César Vallejo, al que dedicó un poema memorable. Publicó en Caballo verde para la poesía, revista de Pablo Neruda, a quien, como contrapunto del Canto general de este, responde Panero con su Canto Personal. Pasó una temporada en Inglaterra, donde asumió tanto el idioma como el legado de sus mejores líricos, no en vano llegaría a realizar traducciones estimables. Algunas de sus obras: La estancia vacía (1944), Versos al Guadarrama (1945), Escrito a cada instante (1949), premio Fastenhrat de la Real Academia Española, y el citado Canto personal (1953), Premio Nacional de Poesía. Es un poeta algo cubierto de polvo, a quien le pesa la condición de arraigado, es decir, de haber sido complaciente con la realidad que le tocó en gracia, de enfundarse en el cómodo batín de Dios, la patria, la familia y la intimidad del hogar. Pero, como dice otro leonés, Andrés Trapiello (Las armas y las letras: literatura y guerra civil), más allá de esta sombra (sombra, claro, vista desde la óptica del desarraigo y, luego, del compromiso), dejó escritos algunos de los poemas más hermosos de aquellos grises y duros años. Y yo dejo aquí, en esta primera ojeada indiscreta, uno de ellos:


CANCIÓN DE LA BELLEZA MEJOR

¿Tan alegre estás tú, que te has quedado,
corazón, sin palabras?
¿Ya no sabes decir? ¿Hablar no sabes
como ayer? ¿Estás mudo
para siempre y en paz? ¿No ves lo ojos
más dulces cada día que cantaste;
la frente un poco triste, levantada
pálidamente hacia el cabello leve;
la cabeza de niña...?
¿No es mejor y más honda su belleza?
¿Tan alegre estás tú, que te has quedado
ciego como al andar sobre la nieve?
¿No ves ya su hermosura? ¿No la sabes
decir? ¿Estás callado
para mejor soñar lo que has vivido?
¿No queda primavera entre tus huesos?
¡Oh vida retirada en lo más dulce!
¡Oh límite en penumbra, casi el alma!

                                                        De Escrito a cada instante (1949)

domingo, 20 de mayo de 2018

LEER PARA VER: POÉTICA Y FUNCIÓN DE LA IMAGEN EN EL PINTOR DE BATALLAS DE A. PÉREZ-REVERTE



Imagen tomada de XLSemanal

1.- Palabra e imagen. Aproximación.

  Leer para ver o ver para leer. Estas dos formulaciones forman parte en realidad de un mismo tópico clásico, que en el Renacimiento la teoría humanista de las artes recuperó y que la posmodernidad, con más o menos salvedades y desaciertos, ha explotado. Me refiero al famoso lema horaciano ut pictura poesis. Ambas formulaciones forman parte de él porque la semejanza que señala es, en definitiva, una semejanza de doble dirección, aunque los teóricos humanistas nunca llegaran a invertir los términos, quizá “porque el sentido era igualmente diáfano, y porque el peso de la tradición de autoridades no aconsejaba los juegos expresivos con la fidelidad de 'la letra' ” (García Berrio y Hernández Fernández, p.16). Lo que más me interesa del lema, dejando a un lado sus ya de por sí ambiguos sentidos, los usos ligeros e interpretaciones a veces contradictorias que se han hecho de él desde el Renacimiento (Rensselaer, 1982), es que deja constancia de la antigüedad que tiene el proceso de acercamiento formal y teórico entre la palabra y la imagen. Un proceso que se debió de iniciar mucho antes de que Platón, Aristóteles y Horacio se percataran a su modo de que el pintor y el poeta toman sendas distintas, pero sendas que, al cabo, pertenecen al mismo bosque. Desde Aristóteles, cuya concepción de la mímesis trasciende la mera copia o representación de la realidad (dejando la puerta abierta a la creación de nuevas realidades) y sirve de nexo de unión entre las artes, diferenciadas por su forma de imitar, hasta el actual arte intermedia, han transcurrido algo más de dos milenios en los que, con idas y venidas, las artes de la palabra y las artes de la imagen han ido aproximándose, maridando poéticas y procedimientos.
Entiendo por artes de la palabra todas aquellas manifestaciones artísticas cuyo principal vehículo de expresión es el verbo (poesía, narrativa...) y por artes de la imagen aquellas que se expresan a través de un lenguaje plástico que es la materia misma (pintura, escultura, fotografía, cine...). De manera que las primeras representan el mundo verbalmente y las segundas plásticamente, aunque el asunto no es ni mucho menos tan sencillo porque, sobre todo desde las vanguardias, como ya he apuntado, ambas han venido manteniendo una íntima relación de intercambio y permeabilidad ético-estética (véanse si no los ejemplos de mixtura artística que nos brinda la poesía concreta o el letrismo). Se nos hace muy difícil dar crédito hoy en día a clasificaciones clásicas del tipo de artes del tiempo y artes del espacio teniendo en cuenta que en general todas las artes, con independencia de los medios usados, han luchado por representar espacio y tiempo (Lessing, 1990). ¿Qué pretendía entonces Apollinaire a través del caligrama, correlato literario del cubismo pictórico, si no era materializar el espacio en la página? (Monegal, 1998).

  Pero el tradicional vínculo entre las artes de la palabra y las artes de la imagen va mucho más allá de los acercamientos experimentales, interartísticos. En esencia, se trata de que la palabra siempre ha pretendido mostrar la imagen, objetivarla, materializarla mentalmente, y de que la imagen siempre ha tratado por su parte de contar, accionar, verbalizar plásticamente. Por este motivo ambas corrientes artísticas han estado condenadas a valorarse y ansiarse de forma mutua. La relación suele vincularse, en su caso más paradigmático y atrevido, a las corrientes experimentales del siglo XX y del XXI (Joan Brossa, poesía visual, cine de autor...), pero lo cierto es que sin salirnos del ámbito no experimental hallamos muestras de esa simbiosis entre artes.

2.- Ékfrasis. Función múltiple de la imagen.

  En El pintor de batallas Pérez-Reverte plantea una doble reflexión al hilo de un argumento bastante sencillo: ¿hay detrás de las acciones de los hombres algún patrón fundamental que a su vez las explique? Y ¿qué papel juegan las artes (pintura, fotografía) en la búsqueda de dicho patrón fundamental? Este doble planteamiento puede en realidad condensarse en uno solo: ¿cómo y con qué medios ha de ser capaz el ser humano de sobrevivir en el caos, en el sinsentido del mundo?

  La cuestión, obviamente, no es ni mucho menos nueva. Desde el principio de los tiempos el arte no persigue otra cosa: explicar la realidad, ya sea representándola o traduciéndola. Y tratar de explicar la realidad, en definitiva, es tratar de explicar el significado último de que el hombre tenga conciencia dolorosa de ella.

  La novela de Pérez-Reverte es, por tanto, una novela sobre el alma del hombre y el arte como instrumento de  búsqueda y supervivencia. Y es la guerra el escenario físico y mental que el autor elige para que el personaje del fotógrafo atormentado busque respuestas imposibles, ya que quizá en la guerra aflora lo más miserable y lo más extraordinario del hombre. La guerra, pues, según plantea el autor, puede ser metáfora del caos, de aquel sinsentido del mundo al que antes me refería. La guerra, como dice la famosa sentencia, sea quizá la madre de todas la cosas, el espacio salvaje en el que convergen las líneas maestras de la realidad. De ahí que Faulques busque en ella la “simetría”, el plan oculto que dé cuenta del orden escondido bajo el desorden aparente, y a su vez calme la culpa y justifique de algún modo toda una línea vital. Lo que más me interesa, desde el punto de vista de la relación palabra-imagen que me gustaría abordar, es el hecho significativo de que el personaje protagónico emprenda una búsqueda decidida y sistemática de lo que él denomina “simetrías ocultas”, a través de la representación total de la idea de la guerra, por medio de la plasmación pictórica de la foto que nunca pudo realizar, quizá porque sencillamente aquel medio artístico no alcanzaba para tal “íntimo” propósito. Porque solo a través de la pintura el fotógrafo retirado, metido a pintor de batallas, cree ser capaz de componer el fresco que integre toda su experiencia y visión personales. Aquí se apunta una diferencia crucial entre artes de la imagen, fotografía y pintura, que tiene que ver con objetivos, medios, alcances y limitaciones. De esta y otras concepciones teóricas que aparecen en la novela hablaré más adelante. Ahora convendría, antes de comenzar con el análisis propiamente dicho, resumir con brevedad el argumento de la obra.

  Andrés Faulques, pintor en su juventud, después valorado fotógrafo de guerra, tras más de media vida yendo de conflicto en conflicto, capturando imágenes caracterizadas por un estilo duro, aséptico y geométrico, decide dejar la fotografía y retirarse a una vieja y precaria torre, una atalaya de vigilancia construida a principios del siglo XVIII junto al Mediterráneo, para allí, sobre el inmenso muro circular, plagado de grietas, componer el gran fresco de una batalla intemporal, la madre de todas la batallas; una pintura destinada a ser en realidad la foto que nunca había podido realizar, la foto imposible.

  Esta es la línea principal de la historia que se nos cuenta, línea con la que convergen otras dos que le añaden dinamismo. Una de ellas tiene que ver con el personaje Ivo Markovic, ex combatiente croata que, durante la guerra, por esos juegos del azar, pierde a su mujer y a su hijo, violados y asesinados a manos del enemigo como consecuencia de su fortuita aparición en una foto de Faulques. Dicha foto hace de él un soldado famoso entre sus aliados, pero desafortunadamente también entre el enemigo. Markovic, obsesionado con la figura de Faulques, al que culpa de la muerte de su familia y tras la guerra sigue la pista durante años, a la par que recaba cuanta información puede acerca de su vida y su trabajo, recala en la vieja torre con el propósito de acabar con él, tal y como le anuncia desde un principio. Markovic ofrece un plazo de varios días a Faulques antes de llevar a cabo su amenaza, días en los que lo acompañará y en los que ambos personajes discutirán acerca del trasfondo de la guerra, de la vida, del arte y también del mural en el que Faulques trabaja; siempre, eso sí, bajo la amenaza de muerte pendiendo sobre sus cabezas. Markovic será decisivo en la culminación del fresco, donde quedará reflejado. Los dos personajes se conocerán el uno al otro y entre ellos despertará cierta sensación de afinidad, solo quebrada por el verdadero objetivo del excombatiente. Lo interesante es que ambos personajes experimentan un proceso de entendimiento de sus vivencias gracias a la intervención del otro interlocutor. Faulques dará por terminado el mural y Markovic cumplirá su plan, aunque de modo incruento.

  La otra línea argumental que converge con la central y con la anteriormente descrita corresponde al personaje de la fallecida Olvido, compañía mental, recuerdo omnipresente de Faulques, a la que vamos conociendo, fraccionada y caprichosamente, a través de la voz del narrador, voz siempre circunscrita a la memoria del pintor de batallas. Olvido se nos aparece como una mujer joven y atractiva, ex modelo y fotógrafa de moda que, tras conocer a Faulques, decide acompañarlo de conflicto en conflicto, cambiando las fotos de moda por las fotos en blanco y negro de objetos manchados por el horror de la guerra. Ambos se mantienen profesional y sentimentalmente unidos hasta que una mina acaba con la vida de ella. Faulques quedará marcado tanto por la pérdida de aquel verdadero amor como por la culpa por no haber evitado el accidente a tiempo. Dos años después del suceso, Faulques cuelga la cámara y se retira a la torre vigía con la firme idea de pintar la batalla de las batallas y desentrañar de una vez la compleja geometría oculta del caos.

  Pues bien, esta es, a grandes rasgos, la historia que el autor nos va tramando poco a poco, y lo primero que me gustaría advertir es que por encima de ella y de los personajes se encuentra el peso específico de la imagen. Creo que tanto el universo del mural (auténtico protagonista de la obra, al margen de Faulques) como el resto de imágenes descritas, ya se trate de pinturas o fotografías, conforman la urdimbre eidética que pasa por ser objetivo prioritario del plan general de la obra. En consecuencia, la palabra no ha sido confeccionada para referirse a sí misma, para ser su propio fin, sino para funcionar como vehículo, como soporte, no de un argumento o de una trama (al menos no primordialmente), sino de una serie de imágenes, unas veces ficticias, otras veces reales. Dicho de otro modo: la imagen, mejor aún, la particular visión de la imagen, es el auténtico tema y nudo referencial de la novela; el que da cabida a conceptos, criterios e ideas acerca del arte y del ser que lo produce, el hombre; el que da cabida a una determinada visión de la existencia y del mundo: ¿para qué estamos aquí si no es para cuestionarnos?, plantea el autor.

  Que el autor seleccione unas imágenes determinadas y no otras; que, asimismo, describa estas imágenes  seleccionadas también de un modo determinado, priorizando unos elementos sobre otros, pasando de puntillas u obviando configuraciones alternativas, obedece a mi juicio a una deliberada visión de las cosas, a una pragmática y precisa concepción del arte y de los lenguajes artísticos, así como al propósito de que el otro lenguaje, el literario, abandone en cierta medida lo etéreo y se objetualice, se someta a las formas, a los entes plásticos, a la física visual.

Ékfrasis.

  Como dice Kibédi Varga, a propósito de la ékfrasis, “el intérprete nunca es un traductor exacto; selecciona y juzga. Y precisamente esto es lo que sucede cada vez que un poeta habla de un cuadro o un pintor ilustra un poema” (Kibédi, 2000). En El pintor de batallas Pérez-Reverte “selecciona y juzga” con el fin de mostrar una visión personal del arte y del mundo o, si se prefiere, una visión personal del mundo a través de una personal visión de la imagen. La imagen, pictórica o fotográfica, real o ficticia, es verbalmente materializada a través de la descripción. La ékfrasis, por tanto, es más que una simple descripción o imitación verbal de un objeto plástico o de una imagen visual cualquiera: se construye, como venimos apuntando, a partir de una idea o interpretación de ese objeto o de esa imagen. Esta interpretación puede o no explicitarse en la ékfrasis literaria, pero “el hecho mismo de la interpretación es una manera indirecta de recordarnos que la obra de arte es resultado de una intención, de un pensamiento, de una voluntad creadora. La hermenéutica presupone la intención oculta, presupone al autor, al artista al creador” (Riffaterre, p.166). Y es la siempre latente interpretación del escitor “lo que dicta la descripción (…) En lugar de copiar el cuadro transcribiendo en palabras el dibujo y los colores del pintor, la ékfrasis lo impregna y lo tiñe con una proyección del escritor –o más bien del texto escrito sobre el texto visual. No hay imitación sino intertextualidad, interpretación del texto del pintor y del intertexto del escritor. Y esa ilusión descriptiva compete de lleno a la literatura, puesto que, como toda literatura, el objeto ilusorio que aquélla nos presenta –objeto de una inversión en el sentido psicoanalítico– reproduce el estado de ánimo del sujeto que mira” (Riffaterre, p.174).
  Como oportunamente dice Michael Riffaterre, la ékfrasis literaria tiene por objeto imágenes u obras plásticas reales o ficticias insertadas en un constructo literario (por ejemplo, como en el caso que me ocupa, en una novela) y, o bien estas imágenes u obras plásticas “forman parte del decorado, o bien tienen una función simbólica, o pueden incluso motivar los actos y las emociones de los personajes. A cada una de estas categorías corresponde un mecanismo de efecto de realidad, efecto que constituye una variedad de la ilusión referencial” (Riffaterre, p.162).

  Veamos, entonces, cómo se manifiesta formalmente esta teoría de la ékfrasis en la novela de Pérez-Reverte. Para ello me gustaría enmarcar el desarrollo del análisis dentro de una sencilla clasificación de la ékfrasis en función del doble carácter que esta ofrece en el texto. 

a) Ékfrasis de imágenes ficticias.

a.1  El mural de la torre

  No pasará desapercibido al lector de El pintor de batallas el que creo es, y lo reitero, el verdadero personaje protagonista de la novela, pues su presencia, fragmentada, convenientemente dosificada, resulta abrumadora. Me refiero al mural de la torre, en el que trabaja incansablemente Faulques; ese gran fresco de la batalla intemporal, la batalla de las batallas. En él está todo. Están los personajes, la propia historia (con mayúscula y con minúscula), el significado de la novela... Y, por supuesto, la imagen o, mejor dicho, las imágenes. Su importancia, dentro de la estructura del texto, no la sugiere solo esa incuestionable omnipresencia suya, sino también y esencialmente su decisivo valor simbólico. Ser símbolo es su cometido central, su destino neurálgico, aunque no el único. Como veremos, la imagen del mural desarrolla otras funciones no menos importantes. Es personaje y, como personaje (además protagonista), forma parte de la acción y la dinamiza. Por otro lado, hay momentos en los que sirve de resorte o pretexto para los cambios en el tiempo narrativo (no hay que olvidar que también representa el tiempo presente en la trama) y, a su vez, ocasiones en las que desempeña labores ejemplarizantes o, incluso, decorativas. En síntesis, puede decirse que su presencia tiene un doble valor: ético y estético.
Antes de abordar el estudio de las funciones y rasgos de esta imagen-personaje trataré de condensarla, a modo de bosquejo, a partir de las piezas que, como en un puzzle ekfrástico, se encuentran diseminadas a lo largo de la novela. Mi intención es presentar, concretada, la imagen tal y como formalmente la concibe el autor (no tal y como la ve, porque se entiende que autor y lector compartirán signo pero verán cosas bien distintas; así como cada lector leerá lo mismo y casi siempre verá algo diferente).

  Empecemos por su aspecto general y su enclave:

  El gran panorama circular aún estaba pintado en zonas discontinuas. El resto eran trazos a carboncillo, simples líneas negras esbozadas sobre la imprimación blanca de la pared. El conjunto formaba un paisaje descomunal e inquietante, sin título, sin época, donde el escudo semienterrado en la arena, el yelmo medieval salpicado de sangre, la sombra de un fusil de asalto sobre un bosque de cruces de madera, la ciudad antigua amurallada y las torres de cemento y cristal de la moderna, coexistían menos como anacronismos que como evidencias (…) En realidad lo había sabido siempre; pero el mural no estaba destinado a otro público que a él mismo, poco tenía que ver con el talento pictórico, y mucho, sin embargo con su memoria. Con la mirada de treinta años pautados por el sonido del obturador de una cámara fotográfica. De ahí el encuadre (…) de todas aquellas rectas y ángulos tratados con una singular rigidez, vagamente cubista, que daba a seres y objetos contornos tan infranqueables, como alambradas, o fosos. El mural abarcaba toda la pared de la planta baja de la torre vigía, en un panorama continuo de veinticinco metros de circunferencia y casi tres de altura, sólo interrumpido por los vanos de dos ventanas estrechas y enfrentadas, la puerta que daba al exterior y la escalera de caracol que llevaba a la planta de arriba,... (Pérez-Reverte, pp. 11 y 12).

  A medida que leemos la novela, el mural se nos va describiendo en pequeñas dosis, lo que confiere al texto un ritmo singular. Conforme leemos vamos completando mentalmente la imagen. Además, se nos va describiendo también su proceso creativo, paso a paso, a manos del personaje de Faulques, hasta su posterior culminación. Nada más comenzar se nos presenta al personaje trabajando en el fondo del fresco:

  Allí se hizo un café y empezó a trabajar, sumando azules y grises para definir la atmósfera adecuada (…) Había decidido que necesitaría tonos fríos para delimitar la línea melancólica del horizonte, donde una claridad velada recortaba las siluetas de los guerreros que caminaban cerca del mar. Eso los envolvería en la luz que había pasado cuatro días reflejando en las ondulaciones del agua en la playa mediante ligeros toques de blanco de titanio, aplicado muy puro. Así que mezcló, en un frasco, blanco, azul y una mínima cantidad de siena natural hasta quebrarlo en un azul luminoso. (…) Cielo y mar combinaban ahora armónicos en la pintura mural que cubría el interior de la torre; y aunque todavía quedaba mucho por hacer, el horizonte anunciaba una línea suave, ligeramente brumosa, que acentuaría la soledad de los hombres –trazos oscuros salpicados con destellos metálicos– dispersos y alejándose bajo la lluvia. (pp. 9 y 10).

  Elementos, figuras, motivos y escenas principales (reiteradas) que lo componen: las naves que zarpan bajo la lluvia, la ciudad en llamas sobre la colina, los fugitivos, los soldados, la mujer violada y el niño verdugo; el hombre a punto de morir, los bosques con ahorcados, la batalla en el llano, los hombres acuchillándose en primer término; los jinetes a punto de entrar en combate, la ciudad durmiente y confiada entre sus torres de acero, hormigón y cristal; pero, por encima de cualquier cosa, la figura omnipresente del volcán.

El volcán.

  Este elemento del fresco imaginario resulta ser al final el de mayor importancia simbólica. Sobre él nos dice el narrador:

   (…) convergían en el triángulo que lo presidía todo: el volcán negro, pardo, gris y rojo. El símbolo del criptograma, desprovisto de sentimientos e implacable en simetrías, que extendía su grietas de lava como una tela de araña cuya red abarcase la cifra del universo, las fisuras en la pared de la vieja torre que servía de soporte a todo ello... (p. 276).

  El volcán es, según lo presenta el autor, metáfora del violento y poderoso misterio del mundo, del misterio matemático y profundo que nos gobierna. Son bastantes las ocasiones en que el narrador se refiere a este motivo. Veamos algunas de ellas:

  El volcán. Capas geológicas, geometría de la tierra. Balística y pirotecnia de un género diferente, tal vez, pero nada ajeno a la foto del combate nocturno. Cézzane lo había visto con claridad, pensó Faulques. No era sólo cuestión de que el verde acentuase una sonrisa o el ocre matizara una sombra. Era, sobre todo, la forma de mirar las entrañas del asunto. La estructura. Cogió el farol y lo acercó al muro, observando las deliberadas semejanzas entre la ciudad que ardía sobre la colina y el volcán rojizo pintado en un plano más lejano y hacia la derecha, al término de unos campos desventrados, abiertos como si la tierra hubiera sido acuchillada por una mano enorme y poderosa (p. 75).

                                                                         *****

  Despacio, con sumo cuidado, aplicó gris payne sin mezcla para la columna de humo y cenizas, y luego, intensificando la base del cielo con azul cobalto mezclado con blanco, olvidó las precauciones para marcar el fuego y el horror con trazos vigorosos, casi brutales, de laca escarlata y blanco, naranja de cadmio y bermellón. El volcán que derramaba su lava hasta el límite del campo de batalla, como un Olimpo indiferente a los afanes de las pequeñas hormigas erizadas de lanzas que se acometían a sus pies, estaba ahora surcado de líneas que se abrían en abanico, crestas y cuencas que parecían guiar el caos sólo aparente de la lava rojiza –más naranja y bermellón– que brotaba interminable, semen listo para preñar de espanto la tierra entera (…). Lo que Faulques había plasmado en el muro de la torre era más sombrío y más siniestro: la impotencia ante el capricho geométrico del Universo, el rayo despectivo de Júpiter que golpea, preciso como un bisturí guiado por cauces invisibles, en el corazón mismo del hombre y de su vida (pp. 77 y 78).

                                                                         *****

  Como en aquel volcán rojo, negro y pardo, que constituía el vértice del mural, el punto donde convergían todas las líneas, todas las perspectivas, toda la compleja y despiadada trama de la vida y su azar regido por normas rigurosas, rectas igual que la trayectoria de las flechas siniestras del carcaj de Apolo (p.218).

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  Todos los colores de una sombra podían ser transmutados en el color de esa sombra, y aquélla era roja: amarillo y carmín y un poco más de amarillo, añadiendo algo de azul para acercarse al color de la sangre, del barro pegajoso bajo las botas (…). Era, en resumen, la sombra del volcán, o más bien la de los objetos iluminados por éste; la proyección de sus lados opuestos, recortados, ribeteados por el resplandor en escorzo del cráter que se enseñoreaba, desde su cúspide olímpica y letal, del vértice superior del triángulo, tiñendo los alrededores con una roja simetría (…). Se detuvo un instante, mezcló carmín de garanza, sombra tostada y un poco de azul prusia para obtener un negro cálido, y lo aplicó de inmediato para resaltar el borde las heridas zigzagueantes, parecidas a relámpagos rojos y ocres, abiertas en las laderas del volcán (…). El volcán estaba acabado, o casi. Eso completaba las tres cuartas partes de la superficie prevista.
  Eligió un pincel redondo, mediano, y e un ángulo limpio de la bandeja mezcló rápidamente blanco, amarillo, un poco de carmín y una pizca de azul. Después, acercándose de nuevo al muro, prolongó con el color obtenido una de las grietas de la ladera del volcán, dándole forma de camino, de sendero, que resaltó a los lados mezclando grises y azules directamente sobre la pared. El trazo grueso (…) daba al camino una apariencia singular Era algo que en verdad no llevaba a ningún sitio; salía de la grieta del volcán y moría en la imprimación blanca (pp. 267 y 268).

La mujer violada y el niño.

  Esta es una de las escenas fundamentales que componen el ficticio mural. De significado más que evidente, representa el desgarro, la crueldad y el aparente sinsentido de la guerra. Decimos aparente porque una de las ideas presentes a lo largo de la novela, que el autor se esfuerza en fijar, responde al hecho de que en la guerra el caos obedece en realidad a un inexorable, soterrado y científico plan, que  el hombre (al menos el hombre común) no alcanza a comprender. Veamos alguna de las descripciones de esta escena tan dramática:

   Allí donde unos trazos vigorosos, algo de color aplicado sobre el dibujo a carboncillo, mostraban un cuerpo femenino en extraña perspectiva, el rostro sin definir, abiertos los muslos desnudos hacia el primer plano, un reguero rojo de sangre entre ellos, y la silueta de un niño medio incorporado cerca, vuelto hacia la mujer, o la madre (…). Los mismos rasgos del niño apenas pintado los reservaba para uno de los soldados que, a la derecha de la escena, fusil en mano, empujaban a la multitud fugitiva de la ciudad, resuelta pictóricamente –los viejos maestros flamencos no estaban sólo para ser admirados– a base de cuadrados de ventanas y dentadas ruinas negras recortándose en el rojo de incendios y estallidos que coronaba la colina, a lo lejos (p. 50).

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  Observaba la escena del niño llorando junto la madre violada. Una piedad invertida, pensó de pronto Faulques. Nunca había caído en eso antes, ni siquiera cuando lo pintaba (…). Las imágenes pintadas en la pared absorbían su atención. Simetrías intuidas que de pronto adquirían consistencia. Una retícula precisa sobre la que se situaba cada trazo de pincel, cada momento de su memoria, cada ángulo de la existencia. El niño apuntaba los rasgos del soldado-verdugo que vigilaba a los fugitivos. La madre yacente estaba repetida en la fila hasta el infinito (pp. 247 y 248).

  Encontramos también, con respecto de esta escena, descripciones o ékfrasis indirectas, es decir, realizadas por medio del diálogo entre los personajes:

–Y dígame... ¿Por qué pintó a esa mujer con la cabeza rapada? ¿No basta la violación? ¿Esa sangre en los muslos y el niño que mira?
(…)
–¿Conoce aquellas viejas fotos de la liberación de Francia?... En una fotografía, la violación casi nunca se aprecia. Hay que explicarla, y entonces la imagen no funciona. Pintarlo es algo parecido. Una mujer rapada resulta más dramática. Permite imaginar mejor.
(…)
–Hay algo inquietante en esa mujer –comentó–. Tal vez su... No sé cómo decirlo. ¿Animalidad?... Parece poco humana, si me permite la palabra. Esos muslos desnudos, el vientre. Hay más de animal que de humano en ella –miró a su interlocutor con renovado respeto–. No es casual, ¿verdad?... No es incompetencia por su parte (p. 256).

La mujer que grita en primer término de la fila de fugitivos.

  Se nos describe varias veces en la novela esta figura, situada en primer plano, siempre, al igual que ocurre con la escena de la mujer violada y el niño, con una función simbólica muy clara: la desesperación, el miedo, la locura, el resultado de la acción del caos inflexible:

  Faulques advirtió el rostro de mujer en primerísimo plano, descompuesto en sus trazos violentos de color ocre, siena y rojo de cadmio, la boca abierta en alarido de pinceladas burdas, densas, silenciosas, viejas como la vida (p. 64).

  Aunque (como en otras ocasiones que más adelante comentaré) no se relaciona esta figura en ningún momento con una imagen artística concreta y real, es inevitable que el lector no piense de inmediato, tal y como se la describe, en el famoso cuadro de Edvar Munch: El grito:

  Estaba junto a la mujer que, en primer término de la fila de fugitivos, abría la boca para gritar, desencajado el rostro, bajo la mirada gélida del soldado (pp. 246 y 247).

Los hombres que se acuchillan.

  A propósito de esta escena se nos aclaran sus reminiscencias y, por añadidura, su significado. El narrador nos explica que estos hombres que se acuchillan en primer plano tienen algo que ver con el Duelo a Garrotazos de Goya, símbolo por antonomasia, junto al Guernica de Picasso, de las guerras civiles. Pero estas relaciones entre el mural ficticio y las pinturas reales, así como entre el mismo mural y las fotos ficticias, las veremos un poco más adelante:

  Necesitaba esos colores para acabar el suelo pintado en el mural con capas superpuestas, pincel grueso, húmedo sobre húmedo aprovechando las irregularidades del enfoscado de cemento y arena de la pared, en torno a una escena de dos hombres que combatían abrazados, caído uno sobre otro mientras se apuñalaban con saña, enfriados los colores vivos de sus violentos escorzos por capas de azul ultramar con un poco de carmín para tratar las sombras, cuyo efecto procedía de los resplandores cruzados de la ciudad en llamas y del volcán a lo lejos (p. 93).

Los jinetes a punto de entrar en combate.

  (…) antes de seguir ocupándose de los caballeros montados que, en grupo cerca de la jamba izquierda de la puerta de la torre, aguardaban el momento de incorporarse a la batalla que se libraba en las faldas del volcán. Aunque los caballos no estaban resueltos –Faulques tenía problemas técnicos con eso–, de los tres jinetes, uno en primer plano y los otros detrás, dos estaban casi terminados, las armaduras en colores fríos, azul gris y azul violáceo, relucientes los ángulos y las aristas de las armas con pinceladas finas a base de blanco, azul prusia y un poco de rojo y de amarillo. El pintor de batallas había trabajado sobre todo en la mirada del caballero situado en primer plano, que por tener la visera del casco alzada era al único al que se le veía el rostro, o parte de él –los otros lo tenían oculto por las celadas bajas–: ojos absortos, ausentes, fijos en algún lugar indeterminado, contemplando algo que el espectador no veía, pero podía intuir (p. 85).

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  Los guerreros que, junto a la jamba izquierda de la puerta de la torre, aguardaban montados la ocasión de entrar en batalla, aunque uno se adelantaba al grupo, lanza en ristre, acometiendo solitario hacia un haz de lanzas pintado algo más a la izquierda, donde el enfoscado de la pared sólo mostraba el boceto a carboncillo, negro sobre blanco, de siluetas confusas que, cuando la pintura estuviese acabada, serían la vanguardia de un ejército (p. 145).

El niño muerto.

  (…) representado con trazos fríos, plomizos de grisalla, en un lugar del gran fresco de la torre: una pequeña silueta tendida boca arriba, apoyada la nuca en una piedra (p. 97).

Cadáveres, ahorcados, y perro.

  En una zona todavía sin pintar, el dibujo a carboncillo y algunos trazos de color sobre la imprimación blanca abocetaban formas tendidas sobre el suelo, que cuando estuviese terminado el mural serían cadáveres despojados por saqueadores semejantes a cuervos. También había un perro olisqueando restos humanos, y árboles con cuerpos colgados de las ramas (p. 127).

El hombre a punto de ser ejecutado.

  La luz rojiza se apartaba de Markovic, desplazándose sobre una porción del muro donde estaba el apunte a carboncillo, negro sobre blanco, de un hombre arrodillado, manos atadas a la espalda, ante otro que alzaba una espada sobre su cabeza (p. 59).

Soldados.

  Había dos figuras medio pintadas detrás del soldado del primer término que, en escorzo, vigilaba a los fugitivos: otro soldado de apariencia medieval y armas modernas, un espectro sin rostro bajo la visera del casco, que apuntaba con su fusil a un hombre del que sólo estaban concluidas la cabeza y los hombros. Algo en la expresión de la víctima no convencía del todo al pintor de batallas. Iba a ser asesinado un instante después, y Faulques lo sabía. El ejecutor también lo sabía. El problema estaba en los sentimientos del hombre a ejecutar. Su rostro, repasado con sombra tostada y azul prusia para acentuar los ángulos y escorzos, aparecía descompuesto por el miedo; pero no estaba vuelto hacia el verdugo sino hacia el observador, o el pintor, o cualquiera que presenciara la escena. Y era eso lo que no encajaba (…).
  Después estuvo un momento observando la figura, los ojos pintados hacía una semana, el óvalo de la cara, los trazos violentos y bien conseguidos del pelo desgreñado –de cerca una simple maraña de colores superpuestos–, y al fin aplicó el color carne, amarillo de Nápoles con azul, rojo y una pizca de ocre (pp. 137 y 140).

Héctor y Andrómaca.

  Obsérvese en esta descripción cómo se ponen en relación imagen ficticia e imagen real con la finalidad de ajustar plásticamente el objeto imaginario que se desea componer ante el lector:

Como los cuadros de Paolo Uccello, aquellos frescos del siglo XV tenían mucho que ver con su trabajo en la torre; en especial El sueño de Constantino –las armas de Héctor se inspiraban vagamente en uno de los centinelas–, la Batalla de Heraclio y la Victoria de Constantino sobre Majencio. Faulques había obtenido de la joven pintada por Piero della Francesca el aspecto de su Andrómaca –un hombro y un seno desnudos, las ropas en geométrico desorden como recién levantada del lecho, el niño en brazos– y sobre todo la mirada triste, perdida más allá del hombro del guerrero. Esa mirada parecía recorrer la extensión circular del campo de batalla hasta el torrente de fugitivos que abandonaba la ciudad en llamas, como si la mujer pudiera reconocerse de antemano en las otras mujeres, botín del vencedor. Y ante ella, temible con fusil y mezcla de armas y arreos antiguos y modernos, casco de acero, angulosa armadura gris entre medieval y futurista (…), Héctor alzaba un guante metálico hacia el niño que, asustado, se revolvía en brazos de su madre. Y en el suelo, la mezcla de tres sombras imperfectas formaba una sola sombra oscura como un presagio (p. 242).

  Por último, me parece interesante esta descripción general del narrador:

Markovic estudiaba ahora las naves varadas en la playa y las que se alejaban bajo la lluvia. Las innumerables figurillas minúsculas que iban hacia ellas, saliendo de la ciudad en llamas. Fuego y lluvia, tensión de contrarios dando vigor a la naturaleza y curso a la vida, colores cálidos amortiguados con formas poliédricas, aceradas, frías. Y aquel eje de vencedores, naves y guerreros, diferente al de los vencidos, cuestión de ángulos y perspectiva, el vértice en la ciudad, una diagonal conduciendo a la mujer violada y al niño, otra vertebrando la fila de fugitivos. Tan sereno todo, sin embargo. La mirada del observador se dirigía primero a Héctor y Andrómaca. Se deslizaba con naturalidad hasta el campo de batalla a través de los caballeros que se acometían bajo el volcán indiferente, y tras recorrer los estragos de la guerra terminaba en el niño muerto y en el niño vivo, (…). A pesar de su crudeza, los desastres de la guerra quedaban en segundo término, encajados en el color y la forma que los rodeaba; y la mirada se detenía en los ojos de los guerreros a la espera del combate, en el soldado de hierro, en la mujer que encabeza la fila de fugitivos, en los muslos de la otra mujer yacente. Y al cabo, conformando un triángulo, en el volcán equidistante entre la ciudad en llamas, a la izquierda, y la otra ciudad que se despertaba en la bruma, ignorante de vivir su último día (pp. 261 y 262).

a.2) Ékfrasis de imágenes fotográficas.

  El mural en el que trabaja Faulques guarda íntima relación con su pasado como fotógrafo bélico. Con extrema lucidez, Faulques plasma sus dolorosos recuerdos en el mural de la torre. Pero lo que más me atrae aquí no es éste mensaje antibelicista (uno de los muchos que desprende el texto), sino ese patrón plástico, confeccionado a base de imágenes pictóricas o fotográficas singulares, a partir del cual se encuentra articulada la memoria del personaje, la voz  del narrador y por tanto la novela en su totalidad. La imagen plástica, nos está diciendo el autor, no solo  requiere del que la elabora y del que la contempla cierto análisis de la realidad (mirada, perspectiva, comprensión, etc.), sino que también interfiere de forma irremediable en la estructura del pensamiento, en nuestro lenguaje mental, porque la imagen, de un modo o de otro, siempre ha formado parte de nuestras vidas.

  La imagen lleva al recuerdo o el recuerdo a la imagen, de ahí la frecuencia con que se mencionan o se describen pinturas y fotografías cuya finalidad no es otra que dar coherencia a las acciones del protagonista y explicación, por tanto, al verdadero origen del mural en el que aquel se halla enfrascado.

  Veamos, pues, algunas de las descripciones fotográficas de la novela:

  Esa foto la recordaba muy bien, lo mismo que a quienes aparecían en ella. Se acordaba de todos, uno por uno: los tres milicianos drusos de pie con los ojos vendados –dos cayendo, uno orgulloso y erguido–  y los seis kataeb maronitas que los ejecutaban casi a quemarropa. Víctimas y verdugos, montañas del Chuf. Portada de una docena de revistas (pp. 28 y 29).

*****

  Era realmente una foto singular, se dijo Faulques. Fría, objetiva. Perfecta. La había visto muchas veces, pero seguían complaciéndolo las líneas geométricas invisibles –o visibles para un observador atento– que la sustentaban como un cañamazo impecable: el primer plano del soldado exhausto, la mirada perdida que parecía formar parte de las líneas de esa carretera que no llevaba a ninguna parte, los muros casi poliédricos de la casa en ruinas salpicada por la viruela de la metralla, el humo lejano del incendio, vertical como una columna negra barroca, sin un soplo de brisa (p. 36).

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  (…) Una de sus primeras fotos profesionales, blanco y negro, tomada después del impacto de un cohete de los jemeres rojos en Ponchentong, el mercado de Phnom Penh: un niño herido, incorporado a medias en el suelo, los ojos velados por el trauma de la explosión, observaba a su madre tendida boca arriba, en diagonal en el encuadre de la cámara,la cabeza abierta por la metralla y la sangre trazando larguísimos y complicados regueros sobre el suelo (p. 49).

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  (…) Faulques recordaba una de sus antiguas fotografías: una panorámica nocturna, urbana, de Beirut durante la batalla de los hoteles, al comienzo de la guerra civil. Blanco y negro, siluetas oscuras de edificios recortadas sobre fogonazos de explosiones y líneas de trazadoras (p. 71).

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  (…) esa imagen compuesta con horrible perfección técnica: varios volúmenes escalonados en negros y grises, las manos atadas y sucias en primerísimo plano con el matiz más claro de las palmas y las uñas, la sombra que las manos proyectaban sobre la parte inferior del rostro, la superior iluminada por el sol, negro brillante, piel sudorosa, moscas, granulado de arena clara adherida a una mejilla. Y en el centro exacto de todo, aquellos ojos desmesuradamente abiertos, asomados al espanto: dos almendras blancas con dos pupilas negrísimas clavadas en el objetivo de la cámara, en Faulques, en los miles espectadores que iban a ver aquella foto. Y detrás, al fondo, como término al recorrido de la mirada del observador, la suma de todos esos negros y grises: la sombra de la cabeza del hombre sobre la arena, donde, pese al ligero desenfoque del fondo, se adivinaba (…) la huella del arrastre de las patas y la cola de un cocodrilo (p. 115).

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  Líbano, cerca de Daraia. Película de 400 ASA en blanco y negro a 1/125 de velocidad, objetivo de 50 milímetros. Una montaña de cumbre nevada, apenas entrevista en la niebla, servía de fondo a la escena principal: tres milicianos drusos en el momento de ser ejecutados por seis falangistas cristianos, arrodillados éstos a tres metros de sus víctimas, los fusiles encarados, disparando. Los drusos frente a ellos, vendados los ojos, dos al fondo de la imagen alcanzados ya por los disparos, la polvareda de tiros sacudiéndoles las ropas –uno encorvado sobre el vientre y dobladas las rodillas, otro alzadas las manos y cayendo hacia atrás como si el mundo se desvaneciera a su espalda–, y el tercero, el más próximo al fotógrafo, unos cuarenta años, moreno, pelo corto, barba de dos o tres días, erguido y firme, esperando estoico el balazo que aún no llegaba, alta la cara, los ojos cubiertos por un paño negro, una mano herida, envuelta en un vendaje que pendía del cuello, puesta sobre el pecho (…)

                                                                *****

  La del Líbano era una foto (…) serena, de líneas equilibradas pese al asunto, planos bien definidos, un punto de fuga perfecto (…) y diagonales que venían de muy lejos para converger allí, con los ejecutores y los drusos abatidos como comparsas o paisaje de fondo para la escena principal: la coincidencia extrema de los fusiles del primer término, dos paralelas mortales apuntando al pecho del tercer druso erguido, justo al corazón sobre el que se apoyaba la mano vendada en cabestrillo, una armonía casi circular de líneas curvas, radios rectos y sombras cuyo centro eran esa mano y ese corazón a punto de interrumpir sus latidos. La foto de Mogadiscio era lo contrario: película en color, imagen sin volumen, casi plana, con el fondo ocre de una pared de adobe donde se proyectaban las sombras de un grupo de curiosos fuera de cuadro, y en el centro de la escena, de pie, un miliciano somalí, con un pantalón corto que le daba un aire insólitamente juvenil, extendiendo el brazo que empuñaba un AK-47 para acercar la bocacha del cañón a la cabeza del hombre tendido en el suelo boca arriba. Los músculos y tendones del brazo negro, flaco, se veían crispados por la tensión del retroceso del arma, cuyas balas destrozaban las balas del caído que alzaba manos y rodillas, vivo aún, estremecido por los impactos, con la polvareda alrededor de su cabeza, la cara saltando en fragmentos rojos (…), y dos cartuchos vacíos, recién expulsados de la recámara del arma, atrapados por la foto, inmovilizados cuando daban vueltas en el aire, dorados y relucientes al sol (pp. 129-132).

  Y antes de dar por concluido este apartado me gustaría ejemplificar aquellos casos en los que se ponen en directa relación figuras del mural con determinadas imágenes fotográficas, por ser estos casos paradigmáticos de la vinculación existente entre los distintos tipos de obra visual.

  Por ejemplo, el rostro en primer plano del mural de la mujer de rasgos africanos que se nos describe como de “grandes ojos, el trazo firme de una frente y una barbilla, dedos que hacían ademán de velar aquella mirada” se asocia, dentro de la historia, con una de las fotos tomadas por el pintor de batallas y vinculada por tanto a un suceso vital del personaje. Este recorrido imagen-memoria-imagen que seguimos de la mano del narrador tiene por finalidad, como ya he explicado, hacer verosímil la figura del mural y necesarias, comprensibles, las acciones del ex-fotógrafo:

  Miró con atención aquel otro rostro, o más bien su depurada representación pictórica en la pared. Había sido portada de varias revistas después de que él lo captase, casi por azar (…), en un campo de refugiados del sur de Sudán (…).
 La muchacha era joven y translúcidamente bella a pesar de la cicatriz horizontal que marcaba su frente y los labios cuarteados (…) por la enfermedad y la sed. Y todo, la cicatriz, las grietas de los labios, los dedos finos y huesudos de la mano junto al rostro, las líneas del mentón y la tenue insinuación de las cejas, el fondo del trenzado romboidal de la esterilla, parecían confluir en la luz de los ojos, el reflejo de claridad en los iris negros, su fija y desesperada resignación. Una máscara conmovedora, antiquísima, eterna, donde convergían todas aquellas líneas y ángulos. La geometría del caos en el rostro sereno de una muchacha moribunda (pp. 22 y 24).

  A propósito de la descripción de una de las escenas del mural en la que un hombre, la víctima, de expresión horrorizada, que, en pijama, va a ser ejecutado al cabo de un instante, el narrador nos conduce directamente al origen fotográfico de aquella figura:

  Estaba exactamente igual que el hombre a quien Faulques había fotografiado en la Corniche de Beirut cuando lo empujaban a punta de fusil, descalzo y vestido con un ridículo pijama de rombos blancos y rojos (…). … Oprimió el obturador en el momento preciso para captar esa mirada colérica de intimidad invadida, cuando el hombre del pijama advirtió que alguien lo fotografiaba a punto de morir de aquella manera inicua y con semejante aspecto (p. 138).

  La escena que tiene por protagonistas a Héctor y Andrómaca tiene su origen también en uno de los sucesos dramáticos vividos por el pintor de batallas y, por supuesto, como cuenta el narrador, plasmado fotográficamente:

  Una de aquellas fotos fue portada en medio mundo: con tonos en violento contraste bajo la luz horizontal de la mañana, un griego de rostro crispado, sin afeitar, la camisa mal metida a toda prisa por el pantalón, abrazaba a su mujer e hijos mientras otro de rasgos parecidos, quizá su hermano, le tiraba del brazo urgiéndolo a apresurarse. En segundo término había un coche con las puertas abiertas, una columna de humo a lo lejos y un anciano de grandes mostachos blancos que apuntaba al cielo con un fusil de caza, disparando inútiles escopetazos contra los cazabombarderos turcos (pp. 243 y 244).

b) Ékfrasis de imágenes reales.

  Siendo bastante numerosas las citas de pintores que podemos encontrar en el texto (y en menor medida también de fotógrafos y artistas experimentales), lo cierto es que las descripciones de imágenes pictóricas verídicas lo suficientemente amplias para merecer el calificativo de ékfrasis resultan más bien escasas, aunque significativas. Me referiré a dos en concreto, de importancia ética y, sobre todo, estética, dentro de la concepción visual de la novela.

  Una corresponde al cuadro Erupción del Paricutín de Gerardo Murillo (1875-1964), más conocido como el doctor Atl, que Pérez-Reverte introduce como padre estético del todopoderoso volcán que preside el fresco de la torre:

  Había conocido a Olvido Ferrara ante un volcán semejante; o para ser más riguroso, ante le volcán en el que éste se inspiraba, o lo pretendía: el cuadro de 168x168 centímetros colgado en una sala del Museo Nacional de Arte de México, (…). Erupción del Paricutín. Nunca hasta ese momento había oído hablar del doctor Atl. No sabía nada de él, ni de su obsesión por los volcanes (…). El día que descubrió al doctor Atl, Faulques ignoraba todo eso; pero se quedó muy quieto ante el cuadro, sin aliento, contemplando sobrecogido la pirámide truncada del volcán, el punteo rojizo de la lava que corría ladera abajo, la tierra devastada por reflejos de fuego y plata dándole profundidad a la escena, el extraordinario efecto de luz en los árboles desnudos, las llamaradas y el penacho de cenizas negras desplomándose a la derecha, ante la fría mirada de las estrellas en la noche clara, impávida y más allá del desastre (pp. 75 y 76).

  Otra de las descripciones de obras pictóricas reales es puesta por el autor en boca de uno de los personajes, Olvido Ferrara, resultando así una ékfrasis indirecta. El cuadro se nos describe vaga y parcialmente, pero de nuevo me interesa por su importancia estética, si atendemos a la concepción visual del texto. El autor quiere que, mentalmente, realicemos una asociación estética que vincule buena parte de la imaginaria composición del mural con una obra pictórica concreta, La batalla de San Romano, de Paolo Ucello (1397-1475), obra compuesta de tres cuadros, uno expuesto en la Galería de los Uffizi y los otros dos en la National Gallery y el Louvre, respectivamente:

  La sombra del florentino planeaba sobre todo el gran fresco circular de la torre, entre otras cosas porque la primera idea de dejar las cámaras fotográficas y pintar una batalla de batallas se le había ocurrido a Faulques ante el cuadro de los Uffizi, el día que Olvido Ferrara y él se quedaron inmóviles en la sala (…) admirando la composición extraordinaria, la perspectiva, los escorzos magníficos de aquella pintura sobre tabla, una de las tres que representaban el episodio militar ocurrido el 1 de julio de 1432 en San Romano, un valle junto al curso del Arno, entre los ejércitos de Florencia y de Siena. Fue Olvido quien llamó la atención de Faulques sobre la línea horizontal que culminaba en el caballero derribado por la lanza, y señaló las otras lanzas quebradas que, en el suelo, junto a los cuerpos de los caballos caídos, se entrecruzaban simulando una red, un pavimento pictórico en perspectiva sobre el que venía a encajar, proyectándose hacia el fondo y el horizonte arbolado, la masa de hombres acometiéndose en la escena principal (…). Parece una de tus fotos, dijo de pronto. Una tragedia resuelta con geometría casi abstracta. Fíjate en los arcos de las ballestas, Faulques. Observa el cruce de lanzas que parecen traspasar el cuadro, la chapa circular de las armaduras que descomponen los planos, los volúmenes dispuestos mediante cascos y corazas (…). En aquel momento miraba el Uccello fija (…), absorta en los hombres que mataban y morían, en el perro que, sobre el punto de fuga situado en la cabeza del caballo central, perseguía liebres a la carrera (pp. 86 y 87).

  Con el fin de completar estéticamente la descripción de la figura del niño muerto del mural, el autor introduce otra conexión entre el objeto visual imaginario y un objeto visual verídico, esta vez se trata de un

  (…) fresco recientemente descubierto en San Martín Mayor de Bolonia: La adoración del niño. En el fragmento inferior, entre una mula, un buey y varias figuras decapitadas por los estragos del tiempo, un Niño Jesús yacía con los ojos cerrados, en quietud casi cadavérica que anunciaba, para escalofrío del espectador atento, el Cristo torturado y muerto de cualquier Piedad (pp. 97 y 98).

  El fresco al que se refiere Pérez-Reverte, como él mismo explica a través del narrador, pertenece al pintor ya mencionado: Paolo Uccello. Este pintor, junto a Piero della Francesca (1416/17-1492) o el también nombrado doctor Atl, es el más estrechamente vinculado a la imagen del mural. El narrador nos informa de que el famoso tríptico de la batalla de San Romano es punta de lanza de la larga lista de influencias del fresco circular de la torre. De hecho, se describe otra de las tablas del tríptico, la que lleva por título Micheletto da Cotignola en combate y se encuentra expuesta en el Louvre:

  Allí, los estragos del tiempo habían difuminado contornos e impreso una insólita modernidad a la escena original, convirtiendo lo que inicialmente eran cinco caballeros montados y con cinco lanzas en ristre, en una secuencia dotada de movimiento extraordinario, cual si se tratara de un solo personaje cuyo avance hubiese sido descompuesto visualmente: anuncio asombroso de las distorsiones temporales de Duchamp y los futuristas, o de las cronofotografías de Marey. En el cuadro de Uccello, sobre lo que a primera vista parecía un sólo caballo, el grupo estaba formado por cinco jinetes casi superpuestos, de los que se advertían cuatro cabezas con tres penachos, uno de ellos suspendido en el aire. Un único guerrero parecía empuñar dos de las cinco lanzas dispuestas en abanico, de arriba abajo, como si se tratara de la misma en diversas fases del movimiento. Todo ello se fundía en una descomposición logradísima, dinámica, a la manera de una secuencia fílmica vista fotograma a fotograma (pp. 145 y 146).

  Según nos traslada el narrador, uno de los jinetes que, montados, aguardan la ocasión de entrar en batalla, el que se encuentra adelantado al grupo, “lanza en ristre, acometiendo solitario hacia un haz de lanzas”, debe su origen y aspecto a ese caballero de la tabla de Uccello.

  Pérez-Reverte elige otro cuadro de la galería de los Uffzi de Florencia para ser descrito; descripción esta vez a tres bandas, si se me permite la expresión, llevada a cabo entre el narrador y dos personajes:

  Olvido y él, recordó, habían estado mirando desde la misma orilla un río pintado en un cuadro de los Uffizi: la Tebaida, de Gherardo Starnina, que algunos atribuían a Paolo Uccello o a la juventud de Fra Angélico. Pese a su aspecto amable y costumbrista –escenas de la vida eremita con algún toque picaresco, alegórico o fabuloso–, una observación detenida de la tabala revelaba un segundo nivel más allá de la primera apariencia, donde por debajo de la síntesis gótica asomaban extrañas líneas geométricas e inquietante contenido. Olvido y Faulques se habían quedado inmóviles ante la pintura, subyugados por las actitudes de los monjes y el resto de los personajes del cuadro, por la intensidad alegórica de las escenas dispersas. Parece uno de esos nacimientos que se hacen con figuritas por Navidad, apuntó Faulques, dispuesto a seguir adelante. Pero Olvido lo retuvo por el brazo, mientras sus ojos permanecían clavados en el cuadro. Fíjate, dijo. Hay algo oscuro que intranquiliza. Mira el asno que cruza el puente, las escenas perdidas al fondo, la mujer que parece huir furtiva a la derecha, el monje que está detrás, asomado desde una gruta sobre la peña (…).
  ¿Te has fijado en las montañas y rosa del fondo? Hacen pensar en los paisajes geometrizantes de finales del XIX, en Fiedrich, en Schiele, en Klee (pp. 169 y 170).

Función múltiple de la imagen.

  El gran fresco circular de la torre vigía en el que trabaja el protagonista de la novela es en realidad una imagen de imágenes. Ya he comentado que su descripción nos va siendo transmitida en pequeñas dosis a medida que avanzamos en la lectura, de manera que hemos de ir componiendo las diferentes escenas que integran el mural como si de un gran puzle se tratara. Solo al final del texto nos habrían de encajar todas las piezas, es decir, al menos encajar de forma verosímil, al igual que el desarrollo y el desenlace de la propia trama. Lo curioso es que las piezas de este puzzle de imágenes no poseen una sola  manera de ensamble, sino muchas, tantas como lectores pueda haber. Dependiendo de cada lector la forma, valor, posición e interpretación de las piezas serán de una manera o de otra.

  Imaginemos que el autor hubiera decidido presentar una magnífica representación en color del fresco de la torre en la primera página de la novela. Sin lugar a dudas nos habría facilitado mucho las cosas y hubiera unificado en gran medida las posibles visiones de la referida imagen (nunca del todo, pues ya se sabe que aunque se trate del mismo objeto cada uno percibirá este de acuerdo a sus circunstancias personales), pero esto a costa de una severa pérdida de riqueza significativa o referencial, toda vez que su presencia objetiva (presencia por sí misma y no a través de la palabra) habría impedido alcanzar una pluralidad de miradas (de lecturas) suficientemente favorecedora del conjunto textual. Por esta razón es finalmente la palabra la que nos conduce hasta la imagen, o imagen de imágenes, y no al contrario. Para realizar el trayecto que se nos solicita contamos con la ayuda de otras imágenes (obras pictóricas reales y fotos ficticias) que a menudo explican y sostienen la principal.

  A mi modo de ver, el mural del que estamos hablando desempeña diversas funciones. Desde el punto de vista semántico, el fresco de la torre no encarna solo la experiencia de la guerra, cumbre de la barbarie creada por el ser humano para el ser humano, sino el desesperado intento del individuo por llegar a desentrañar su sentido oculto, las profundas reglas del juego; intento que, tal y como se nos presenta el desenlace de la novela, conduce a la asimilación pero nunca al verdadero entendimiento. El personaje principal acaba comprendiendo que no cabe una compresión absoluta. Su lucidez le lleva de forma inexorable hacia el abismo porque, como digo, descubre que la búsqueda es de hecho la antesala de la propia búsqueda y que de la visión íntima del dolor jamás se vuelve. El mural, en definitiva, simboliza el peligroso viaje interior, la búsqueda suicida de las respuestas imposibles en el caos de la memoria, reflejo del caos de la existencia.

  Pero, juntamente con la simbólica, la imagen del mural cumple al menos otras dos funciones no menos importantes. En primera instancia, por ser eje vertebrador de la trama, la imagen del mural dinamiza las acciones de los personajes. No es, por tanto, un mero telón de fondo de la historia. El mural es la propia historia, porque todos los elementos que la integran remiten una y otra vez a él. En virtud de la presencia del mural puede hacerse posible y verosímil el acercamiento y conexión entre el pintor de batallas, Faulques, y el ex combatiente llamado Markovic. Hubiera sido más que improbable tal acercamiento entre ambos personajes si el autor no hubiera introducido entre los dos ese otro personaje que es el fresco de la torre. Además, en este sentido, la imagen es matriz generadora de retrocesos temporales debido a su carácter pre-textual. Quiero decir que la imagen viene a ser un puente que conexiona el presente y el pasado del pintor de batallas; que la imagen sirve de pretexto para que la voz del narrador se ocupe de llevarnos a través de la memoria del personaje y profundizar así en el moldeado de su carácter.

  Por otro lado, el mural cumple una función ilustrativa. La imagen sirve para ejemplificar aquello de lo que se habla. Porque, como ya he dicho, el autor plantea el mural como una imagen contenedora de imágenes, pero también de conceptos. De ahí que, continuamente, se vuelva a él a fin de “ilustrar”  o completar una tesis, una  circunstancia e incluso otra imagen (pictórica o fotográfica) relacionada con el presente o el pasado de los personajes.

  Al hilo de esto último, y en cuanto a las otras imágenes, reales o ficticias, pictóricas o fotográficas, que van siéndonos descritas a lo largo de la novela, hay que anotar que éstas últimas, casi exclusivamente, desempeñan la función que hemos dado en denominar ilustrativa. Estas imágenes materializan, en el plano teórico, distintas concepciones relacionadas con el arte de la imagen y, asimismo, ya en otro plano, son útiles a la hora de  resaltar figuras o escenas de la imagen central.

3.- Poética de la imagen.

  No cabe duda de que tras los coloquios artísticos de Faulques y Markovic, tras la trama, el mural, los cuadros y las fotografías, elementos todos de la novela que analizo, late un conjunto de juicios teóricos y estéticos acerca de la imagen y sus principales manifestaciones plásticas que constituye el entramado poético sobre cual el autor del texto va trenzando la historia.

  Para el autor de la novela, fotografía y pintura, manifestaciones artísticas de la imagen cuya reconocida especificidad no inhabilita en absoluto los fuertes lazos de solidaridad que han ido conexionándolas a lo largo del tiempo, comparten el mismo alto objetivo, la misma motivación: explicar la realidad, determinar las simetrías que hacen del caos una mera apariencia; pero a la vez vienen a divergir en sus planteamientos estéticos, más allá de la dictadura de la forma. Y si fotografía y pintura divergen en este punto es porque mantienen perspectivas opuestas; entendiendo perspectiva en el mismo sentido que mirada. Es decir, que para el autor al fotógrafo y al pintor les mueve el mismo proyecto, pero les enfrenta la forma de mirar. Mientras que el fotógrafo procesa su mirada de “dentro hacia fuera”, el pintor hace lo propio, pero de “fuera hacia dentro”.

  Esta cuestión es fácilmente verificable tan solo con atender al argumento general de la novela. Faulques abandona la fotografía porque a través de esta se encuentra incapaz de alcanzar la meta que se propone, y es por medio de la pintura como en segunda instancia cree poder llevar a cabo su búsqueda.
Faulques deja las cámaras cuando comprende que debe comenzar a buscar no tanto en lo que ve como en lo que recuerda que ha visto, cuando comprende que su mirada ha de proyectarse hacia sí mismo. Deja atrás ese mundo de imágenes frías y exactas de la realidad “tal cual” y regresa al otro mundo de la realidad interior, de la realidad “tal y como yo la veo”. Pese a que se nos describe el mural con ese mismo aspecto medio cubista, pues el hallazgo de líneas y perspectivas geométricas sigue siendo el propósito del pintor de batallas, el resultado final de su trabajo se caracteriza precisamente por  la trasmisión de fuertes impresiones (por ejemplo, terror, como experimenta el personaje de Carmen Elsken) y por su incumplimiento (recuérdese que deja buena parte del mural solamente bosquejado a carboncillo). Faulques acaba comprendiendo que su pintura no es ni mucho menos buena, pero desde luego sí perfecta (Pérez-Reverte, p.279). De aquí deducimos un radical cambio estético en la actitud del personaje que, ante la consciencia final de que tampoco a través de la pintura hallará las respuestas (lo que en verdad halla es la desnudez y la irreversibilidad de la culpa), al menos cae en la cuenta de que quizá la autenticidad resida, paradójicamente, en la propia imperfección, ya que tal vez todo sea imperfecto.

  Sólo el artista es veraz, recordó Faulques. Y se dijo que tal vez era cierto, que la fotografía pudo ser veraz cuando era ingenua e imperfecta, en sus comienzos, cuando la cámara únicamente podía captar objetos estáticos, y en las antiguas placas las ciudades aparecían como escenarios desiertos donde los seres humanos y los animales eran rastros fugaces, imprecisos rastros fantasmales (p. 273).

  El artista de la imagen debe ante todo contar una historia. El pintor o el fotógrafo anhelan trascender la consabida y presupuesta espacialidad de su arte para, más allá de la idea de movimiento pero partiendo de ésta, introducir la ilusión temporal en sus representaciones plásticas. En todo buen cuadro que se precie, o en toda buena foto, deben percibirse un antes y un después implícitos en el espacio, han de percibirse el último hecho transcurrido y el inmediato, incipiente, devenir.

  Este principio ético-estético, a juzgar por las referencias en el texto, parece ser más que crucial para el autor, que en definitiva estaría planteando veladamente que aquella famosa dicotomía artes espaciales- artes temporales que en su momento formulara Lessing no ha servido más que para contradecirla; pues la historia del arte demuestra que las cosas no son en absoluto tan fáciles, que la voluntad creadora de los artistas nuca ha entendido de leyes o fórmulas que la acoten. La historia del arte ha demostrado, y la creación actual demuestra, que los artistas visuales, por un lado, dan cuenta del signo temporal en sus obras, y que los artistas de la palabra, por otro, intentan reflejar con frecuencia el signo espacial en la suyas. De ahí que en los últimos años se haya preferido en muchos casos hablar de artistas en general, sin clasificaciones, o de, llegado el caso, arte intermedia (Ferrando, 2000).

  Uno de los muchos diálogos que sostienen Faulques y Markovic, a propósito de la imagen, es representativo de esto que digo:

–Su pintura está llena de adivinanzas, me parece. De enigmas.
–Todas las buenas lo están. De lo contrario sólo son brochazos sobre un lienzo o una pared.
–¿Usted cree que su pintura es buena?
–No. Es mediocre. Pero intento que se parezca a las que lo son.
(…)
–¿Me está diciendo que todos los cuadros cuentan historias? ¿Hasta los que llaman abstractos, los cuadros modernos y todos esos?
–Los que a mí me interesan sí las cuentan. Mire.
Fue hasta las pilas de libros que había en la escalera, cogió tres de ellos, los llevó hasta la mesa y pasó las páginas hasta dar con lo que buscaba. Una ilustración representaba un cuadro de Aniello Falcone, un pintor de batallas clásico del XVII: Escena de saqueo después de la batalla.
–¿Qué ve en este cuadro?
Markovic se acercó, rascándose la sien. Puso la taza de café sobre la mesa y encendió otro cigarrillo. No sé, dijo echando el humo. Ha habido un combate duro, y ahora los soldados victoriosos roban la ropa y las joyas de los muertos. El jinete de la armadura es el jefe, y parece despiadado. También parece reclamar pasa sí a la mujer a la que van a violar. En ese punto, el croata miró a Faulques. Veo una historia, dijo. Tiene usted razón.
–Mire este otro cuadro –sugirió Faulques.
–¿Cómo se llama el autor?
–Chagall. Dígame lo que ve.
–Pues veo... Eh... Un cuadro un poco abstracto, ¿no?
–No es abstracto. Hay cosas concretas, figuras humanas, objetos. Pero es igual. Siga.
–Bueno, pues es... No sé. Geométrico como su pintura de la pared, aunque usted no exagere tanto los ángulos ni descomponga la apariencia de las personas y las cosas. Un hombre, un samovar y una pareja diminuta que baila... ¿También eso cuenta una historia?
–También.
–¿Cómo se llama el cuadro?
–Lo pone debajo, en letra pequeña: El soldado bebedor. Ese soldado es ruso. Viene de la guerra, o va camino de ella, y está tan borracho que ya no distingue el vodka del té. La gorra se le vuela de la cabeza, sorprendido al ver bailar sobre la mesa a una campesina a la que conoce. Y ella baila, quizá, con el mismo hombre que pintó el cuadro.
(…)
–Una historia extraña, de cualquier modo.
–Cada cual la cuenta a su manera (pp. 211 y 212).

  Queda claro entonces que para el protagonista de la novela (me atrevo a suponer que también para el autor), según se deduce de este y otros diálogos, sería conveniente que las artes de la imagen dieran cuenta de una historia, con pasado, presente y futuro, es decir, con absoluta dimensión temporal, en sus representaciones espaciales. Y si el tiempo es, fundamentalmente, cambio, se deduce que estéticamente ha de partirse del principio de movimiento físico para después introducir la sensación de movimiento ya no físico sino eidético, para lo cual sería preciso actuar convenientemente sobre el campo semántico (lo que Markovic llama “adivinanzas”).

  La pintura y la fotografía manejan un lenguaje plástico basado en lo que ya Longino denominaba signos naturales; sin embargo, para representar la idea temporal en toda su dimensión han de valerse de dispositivos no solo plásticos, sino también semánticos, instrumentos que encontramos categorizados en origen en la disciplinas de la Retórica y la Poética, a su vez basadas en los otros tipos de signos, los artificiales.

  Al igual que ocurrió con el debate entre artes espaciales y artes temporales, la dicotomía signo natural-signo artificial también se ha demostrado inoperante y desfasada, típica de un sistema occidental donde la palabra, elemento arbitrario, ha carecido durante años de valor estético por sí misma, muy al contrario de lo que ocurre en otros sistemas (piénsese en la cultura china, donde la letra, la palabra escrita, posee un claro sentido visual, estético). Desde las vanguardias (teniendo en cuenta los antecedentes, nunca despreciables) la palabra, el signo artificial, ha venido tomando valores nuevos, valores del signo natural, llegando a representar más que lingüísticamente, visualmente, mientras que este último se ha nutrido por su parte de la apariencia y la finalidad que han correspondido tradicionalmente al signo artificial, buscando con ello una ética más arbitraria y, al mismo tiempo, una estética más connotativa, sugeridora, metafórica. Se podría así, como en su día anunciara el profesor García Berrio, realizar una poética del arte visual, aplicando para tal fin los dispositivos que nos brindan la Lingüística, la Semiología, la Pragmática o la Retórica en el análisis de las imágenes plásticas.

  Pero acudamos de nuevo a la novela. Hay desperdigadas a lo largo el texto, desde el punto de vista teórico, interesantes reflexiones acerca del arte de la imagen que el narrador extrae del pensamiento del protagonista en unos casos o que, en otros, son directamente pronunciadas por este último a través de sus diálogos, y que desearía señalar:

  Hoy, todas las fotos donde aparecen personas mienten o son sospechosas, tanto si llevan texto como si no lo llevan (…) Qué lejos estamos, date cuenta, de aquellos antiguos retratos pintados, cuando el rostro humano tenía alrededor un silencio que reposaba la vista y despertaba la conciencia (p. 19).

  El narrador nos conduce hasta la memoria de Faulques, quien con frecuencia rescata frases, comentarios de la lúcida Olvido, compañera de batallas de Faulques, muerta tras pisar una mina en una carretera cualquiera de la antigua Yugoslavia. Olvido, se nos cuenta, prefería tomar fotos solo de objetos, nunca de personas, y siempre en blanco y negro. Este fragmento que hemos seleccionado resume una poética determinada, una posición nada confiada con respecto de la imagen fotográfica convencional que el autor adscribe a un personaje concreto. Esta poética entra de lleno en el problema de la autenticidad. La imagen actual, se deduce de esas palabras, tiende a crear espacios y figuras que por exceso de asepsia en la perspectiva y en la interpretación, se convierten en planos virtuales. La palabra asociada a la imagen (por ejemplo, los títulos) en estos casos no haría más que acentuar el efecto de falsedad, de ausencia de implicación emocional. La palabra estaría lejos de actuar como una especie de resorte sugeridor de sentidos:

  La fotografía como arte es un terreno peligroso: nuestra época prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser (p. 179).

  El personaje de Faulques encarna el tipo de actitud plástica que Olvido rechazaba. Recordemos cuál es su poética:

  Él no pretendía justificar el carácter predatorio de sus fotografías, como quienes aseguraban viajar a las guerras porque odiaban las guerras y a fin de acabar con ellas. Tampoco aspiraba a coleccionar el mundo, ni a explicarlo. Sólo quería comprender el código del trazado, la clave del criptograma, para que el dolor y todos los dolores fuesen soportables (p. 21).

  Había advertido que él nunca se propuso explicar, resolver, cambiar nada. Que sólo buscaba ver el mundo en su dimensión real, sin el barniz de la falsa normalidad; poniendo los dedos donde latía el pulso terrible de la vida, aunque los retirase manchados de sangre (p. 178).

  El siguiente fragmento abunda en esta idea:

  Aquello era precisamente lo opuesto al arte, pensaba Faulques. La armonía de líneas y formas no tenía otro objeto que llegar a las claves íntimas del problema. Nada que ver con la estética, ni tampoco con la ética que otros fotógrafos usaban –o decían usar– como filtro de sus objetivos y su trabajo. Para él todo se había reducido a moverse por la fascinante retícula del problema de la vida y sus daños colaterales. Sus fotografías eran como el ajedrez: donde otros veían lucha, dolor, belleza o armonía, Faulques sólo contemplaba enigmas combinatorios. Lo mismo ocurría con la vasta pintura en la que ahora trabajaba. Cuanto intentaba resolver en aquella pared circular estaba en las antípodas de lo que el común de la gente llamaba arte. O tal vez lo que ocurría era que, una vez dejado atrás cierto punto ambiguo y sin retorno donde, ya sin pasión, languidecían ética y estética, el arte se convertía –y tal vez las palabras adecuadas eran “de nuevo”– en una fórmula fría y puede que eficaz. Una impasible herramienta para contemplar la vida (p. 37).

  La pretenciosa poética de Faulques, motivada por la culpa, cae irremediablemente en la paradoja. Un arte de la imagen (como cualquier otra manifestación artística) que proclamara por supremo objetivo el hallazgo de  los “enigmas combinatorios” no pretendería otra cosa que explicar las claves de la existencia, la propia vida. Asimismo, un arte que proclamara su decidido y total alejamiento de cualesquiera criterios éticos y estéticos posibles no haría otra cosa que posicionarse, de hecho, ética y estéticamente.

  Faulques fracasa, tanto usando la cámara como los pinceles, en su intento de regresar a un arte de la imagen entendido al modo clásico, como tecné o ars, más como conjunto de teoremas que como canalizador de pasiones. El intento de aplicar la misma poética en la construcción de la imagen pictórica que en la imagen fotográfica será un completo desastre, pues, como ya apunté, de un arte de la imagen a otro cambia radicalmente la dirección de procesado de la mirada.

  Por otro lado, la poética de la imagen de Faulques es clara con respecto de las limitaciones de la fotografía y del objetivo de representar el continuo temporal, ambición antigua de la pintura:

  Si, como sostenían los teóricos del arte, la fotografía le recordaba a la pintura lo que ésta ya nunca debía hacer, Faulques tenía la certeza de que su trabajo en la torre le recordaba a la fotografía lo que ésta era capaz de sugerir, pero no de lograr: la vasta visión circular, continua, del caótico ajedrez, regla implacable que gobernaba el azar perverso (…) del mundo y de la vida (p. 47).

  El personaje de Olvido expresa varias veces las limitaciones de la imagen fotográfica:

  El problema es que Paolo Uccello tenía pinceles y perspectiva, y tú sólo tienes una cámara. Eso impone límites, claro. De tanto abusar de ella, de tanto manipularla, hace tiempo que una imagen dejó de valer más de mil palabras. Pero no es culpa tuya. No es tu manera de ver lo que se ha devaluado, sino la herramienta que usas. Demasiadas fotos, ¿no crees? El mundo está saturado de malditas fotos (p. 87).

  En boca de Markovic suena de otra manera pero viene a ser el mismo criterio:

  Confirma (se refiere a la pintura) lo que siempre sospeché en sus fotos. Nada de lo que pinta es remordimiento ni expiación. Más bien una... En fin. No sé cómo expresarlo. Una fórmula. ¿No?... Un teorema.
(…)
  Lo que pasó fue que sus fotos ya no bastaban. Les ocurrió lo que a ciertas palabras: de tanto usarlas pierden el sentido. Quizá por eso ahora pinta (p. 144).

  Y el propio Faulques intuye que su poética es difícilmente viable:

–Humanitario no es algo que yo diría de sus fotos.
–Es que la palabra humanitario estropea al fotógrafo. Lo vuelve consciente de sí mismo, y éste deja de ver el mundo exterior a través del objetivo. Termina fotografiándose él.
–Pero usted no se retiró por eso...
–En cierto modo, sí. Yo también me fotografiaba a mí mismo, al final (p. 154).

  La poética de Faulques se encuentra muy alejada de cualquier planteamiento romántico de la pintura; persigue, fundamentalmente, plasmar la realidad tal y como él la ve, sin interpretaciones:

  Un cuadro como aquél, no podía pintarse con sentimientos, ni tampoco ignorándolos. Primero era necesario tenerlos, y luego verse despojado de ellos. O liberado (p. 157).

  Se trata de una óptica fría, de una “mirada despojada”; una mirada, en definitiva, que intenta alejarse de emociones que puedan apartarla de una plasmación auténtica de la realidad. Ahora solo cabría preguntarse, como sin duda se habrá interrogado el autor, acerca de la posibilidad de llevar con pulcritud artística dicha poética a la praxis. La actitud final de Faulques hacia su obra me parece más fruto del hallazgo en ella de una paradoja o de una ironía (por no decir de un fracaso anunciado) que de un verdadero éxito. 



Bibliografía:

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