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viernes, 25 de agosto de 2023

LAS COSAS Y LAS NO-COSAS

 

A propósito del Rastro de Madrid, recuerdo que Andrés Trapiello (uno de los que mejor lo ha estudiado) dice en una entrevista algo así como que a aquel lugar uno va en busca de lo que ha perdido o le han robado, casi siempre en su infancia. Los que, como quien esto escribe, sean o hayan sido merodeadores habituales de este laberinto elegíaco de los domingos de Madrid, sabrán que el escritor leonés está en lo cierto. Al Rastro uno va a darse un baño de cosas, muchas veces sin la estricta urgencia de hallar algo preciso que no encuentra en otra parte. Allí las cosas son las que normalmente eligen a quien tiene los ojos suficientemente abiertos, y no tanto al revés. De entre todos los objetos que allí se exponen, a la espera de una segunda vida (o tercera o cuarta), son en efecto los relacionados con la infancia algunos de los que tienen mayor presencia; porque quién sin remordimiento se atrevería a tirar a la basura aquello que le hizo feliz: muñecas, muñecos, marionetas, trenecitos, álbumes de cromos, coches pulga… Es el recuerdo asociado a la cosa lo que a menudo nos impide destruir (o más bien condenar a una casi segura destrucción) estos objetos ya del todo inútiles para nosotros, pero que el tiempo ha revestido de un aura indestructible cuya presencia nos reclama poderosamente, invitándonos a la experiencia sensorial de su materia, de sus formas; una experiencia igualmente dulce y amarga, por cuanto gracias a ella recordamos aquel tiempo de ingenua y genuina felicidad, perdido para siempre. Quizá sea este el motivo por el que, llegado un día, preferimos librarnos de ellos a través de un canal alternativo que nos haga sentir menos culpables, pues frente a la desaparición o el infame arrumbamiento de aquellas queridas cosas, nos hace más fácil la separación el saber que otras manos les darán un nuevo uso, una nueva oportunidad. En realidad lo que nos duele es desprendernos no tanto de la cosa como de los recuerdos felices de los que esta se halla investida, más aún si, como vengo diciendo, simboliza una época en la que nuestras manos ponían el objeto en acción mediante el juego directo y la fantasía. Desprendernos de esos juguetes que, por lo que sea (pese a las idas y venidas, pese a los distintos naufragios), todavía atesoramos, es como decir adiós nuevamente a aquella época y morir un poco más. El vendedor del Rastro estará ahí entonces para aliviarnos el duelo.

En el fondo, claro, hay aquí un fetichismo, y una superstición. En el fondo existe la creencia, el temor, de que si traicionamos nuestra infancia destruyendo los objetos que más la representan ésta se acabará vengando de nosotros. En cambio, hacerla vivir en otras manos exorcizará su venganza. Similarmente ocurre con los espejos. El Rastro está lleno de ellos. Ya se sabe que romperlos conlleva siete años de mala suerte, así que mejor es no arriesgarse…

El Rastro nos pone ante un “mundo de cosas”, en el sentido literal de la expresión. Porque nuestro mundo siempre fue un mundo de cosas. Las cosas que la gente ya no quiere o ha desechado por cualquier motivo están en el Rastro. Estas cosas nos hablan de un mundo que por lo general pertenece al pasado, incluso al pasado ya remoto. El mencionado Andrés Trapiello y, antes de él, otros como Mesonero Romanos, Gutiérrez Solana o Ramón Gómez de la Serna (gran atesorador de la menudencia) sufrieron la fascinación de este mundo de cosas. Todos ellos tienen en común la obsesión por el detalle y el registro de lo cotidiano, es decir, por la literatura que hay en la memoria de los objetos que nos rodean. El Rastro viene a ser una especie de santuario de lo ínfimo. Pocos lugares hablan con más profundidad de la vida. Allí las cosas despreciadas vuelven a apreciarse, adquiriendo a ojos de quien sabe valorarlas un nuevo significado. Nada, me parece, dice más profundamente de lo humano que este purgatorio de las cosas, en espera de ser salvadas.

Decía antes que nuestro mundo siempre fue un mundo de cosas. Hoy puede que ya no tanto, o que tal vez sea ya un mundo en el que las no-cosas (como la antimateria) se estén apoderando del propio mundo y de nosotros mismos, vertiginosamente. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han (Seúl, 1959) habla de esto en su ensayo No-cosas. Quiebras del mundo de hoy, editado en castellano por Taurus en 2021, con traducción de Joaquín Chamorro Mielke. Gracias a dicho ensayo, Han ha conocido una súbita popularidad fuera de los círculos universitarios o ambientes especializados en los que hace tiempo que era muy tenido en cuenta. Razones sobran para entender el éxito de este libro y de otros que han venido tras él; algo extraño, no obstante, tratándose de filosofía. En primer lugar está la sencillez en el lenguaje y en las ideas; sencillez estrechamente unida a la claridad pedagógica de las imágenes. Pensando en el lector medio, la disertación es ligera, en buena hora desvestida del aparato intelectual y el parloteo críptico que caracteriza a la filosofía más sesuda. En segundo término, sin menoscabo de su pertinencia, el lector tiene la impresión de que las conclusiones que allí se van desgranando no solo explican el mundo actual (su mundo), sino que de alguna manera confirman sus propias conclusiones, a las que sin saberlo había llegado antes siquiera de haber escuchado el nombre del autor. En cierto sentido, Han constata lo obvio a través de este ensayo, y ello, repito, no merma su importancia, más bien todo lo contrario: interpretar una percepción común, pero amorfa, invertebrada, y sintetizarla a través de un lenguaje plenamente comprensible nunca fue tarea fácil. Han pone nombre a aquello que no sabíamos, pero que sí intuíamos que estaba ahí. Nombrar es oficio de filósofos y de poetas. En esto literatura y pensamiento se dan la mano.

Para Han, “hoy nos encontramos en la transición de la era de las cosas a la era de las no-cosas”. La multiplicación por doquier de artefactos y cachivaches tecnológicos que experimentamos en nuestra vida cotidiana hace precisamente que las cosas se vuelvan intrascendentes, invisibles. Dice Han: “Es la información, no las cosas, la que determina el mundo en que vivimos. Ya no habitamos la tierra y el cielo, sino Google Earth y la nube. El mundo se torna cada vez más intangible, nublado y espectral. Nada es sólido y tangible” (p. 12). Vivimos inmersos, según el autor, en un proceso imparable de descosificación del mundo. El orden de lo digital se va imponiendo progresivamente al orden de lo terreno. La información, a la que estamos enganchados como auténticos infómanos, recubre todas las cosas, escondiéndolas, anulándolas. Así, las cosas se transforman en infómatas, simples actores que procesan información. Hemos dejado de manejar las cosas para tener con ellas una relación de comunicación o interactuación: “el ser humano […] es un inforg que se comunica e intercambia información” (p. 16). Imposible que el ser humano de hoy lleve a término el buen consejo machadiano de detenerse a escuchar una sola voz entre todas las voces. Vivimos en el vértigo de la inmediatez, la imprevisibilidad y el continuo cambio. No hay tiempo para el tiempo. Somos un Phono sapiens “manualmente inactivo” que juega con la pantalla de su smartphone. Elegimos, pero no actuamos. Ya no queremos tanto poseer como experimentar. Estamos perdiendo la relación íntima con las cosas. Por eso el coleccionista es un resistente, es justo lo contrario del consumidor. Al coleccionista le interesa la historia, la fisonomía, la materia de las cosas, su intimidad. Una de las tesis centrales del ensayo de Han explica el actual desprestigio de la memoria y el consecuente derrumbe de la historia en las sociedades del capitalismo de la información. Nuestro olvido de las cosas nos conduce al olvido de nuestro pasado, pues las cosas a las que ya no escuchamos hablan de nosotros mismos y de cómo éramos. En un momento dado, el autor contrapone la foto analógica a la digital, como ejemplo de este olvido de las cosas. La fotografía digital no es una cosa, es una información; no se posee, no se maneja, no envejece al mismo tiempo que envejecemos nosotros, carece de valor histórico. Sin embargo, estando de acuerdo con Han, hace pocos días leí en un periódico en papel (una de las muchas cosas que ya están desapareciendo tras el empuje del no-periódico digital) que la fotografía analógica (de carrete y revelado) está viviendo una sorprendente nueva vida al ser recuperada por los más jóvenes, que ahora quieren (como decía el reportaje al que me refiero) guardar y atesorar las fotos en álbumes de la misma manera que hacían sus abuelas. Modas aparte, que quizás solo sean los coletazos de un mundo que va muriendo, parece que los análisis del filósofo surcoreano son bastante certeros. El selfi, las pantallas, la inteligencia artificial, el big data, nos alejan del conocimiento del mundo y de nosotros mismos, encerrándonos en una permanente distracción narcisista de informaciones y juego. El mundo, dice Han, está condenado al ruido, por cuanto el silencio (“el lenguaje discreto de las cosas”) es un rito sagrado que requiere tiempo y atención. Por eso el capitalismo ama el ruido, porque el silencio es liberador. Hoy no estamos en condiciones de escuchar y casi nada es ya sagrado.

De los capítulos que componen el ensayo de Han, dos me han hecho disfrutar especialmente: “Vistas de las cosas” (en particular la sección denominada “El olvido de las cosas en el arte”), con jugosas referencias culturales y, sobre todo, literarias, que enriquecen el texto y sirven de sostén al entramado de ideas, y el último, “Una digresión sobre la gramola”, donde el autor, de forma divertida, aligera aún más el tono y, a partir de una anécdota personal (una caída de la bici frente a una vieja tienda de gramolas), construye una oda final al objeto, a modo de colofón.

Estemos o no irremediablemente abandonados a este olvido de las cosas que Byung-Chul Han nos señala, el domingo que viene habrá Rastro (ojalá siga habiéndolo por muchos años) y yo, por mi parte, espero darme un buen baño (sagrado) de cosas, en busca de lo que he perdido o me han robado en la infancia. Como minúscula reivindicación de la memoria, no está mal.  

sábado, 21 de julio de 2018

INDIVIDUALISMO


Q Train (1990), Nigel Van Wieck
Me interesa el individualismo como elaboración mítica; o mejor: como arquetipo fundacional de las sociedades modernas de Occidente. Pero no sé cómo definirlo. ¿Cómo definir lo que siempre permanece velado? ¿No ocurre algo similar con el capitalismo? Pocas personas afirman ser “individualistas”. Muchas menos se declaran “atomistas”. Si usan estos términos es casi siempre para designar a otros con carácter peyorativo. Es decir, los utilizan negativamente, en el sentido de definirse contra algo, de distanciarse de lo que no son, de lo que ellos creen no ser o de lo que no quieren que los demás piensen que podrían ser. Pero sin duda hay personas que reconocen ser “individualistas”. Ahora bien, con ello a menudo no pretenden encuadrarse ideológicamente en un sector político concreto, sino más bien confesar un rasgo característico de su personalidad, de su naturaleza. Ser individualista, en este sentido más cotidiano, supone simplemente preferir el átomo al conjunto, la autonomía a la identificación colectiva, la acción unipersonal a la acción conjunta. Coloquialmente, suele entenderse que quien reconoce ser individualista está declarando en el fondo su visceral egoísmo mediante la utilización de un eufemismo. Pero ni que decir tiene que a nadie le interesa presentarse como un egoísta, aunque interiormente así se reconozca. A nadie le interesa (si no es por razones contextuales muy específicas: artísticas, humorísticas, polémicas, etc.) enfrentarse de ese modo a un consenso tan global y universalista. Traigo aquí el ejemplo de Max Stirner. A día de hoy seguimos sospechando que su iracunda defensa del egoísmo (El único y su propiedad) bien pudo ser en realidad una megalomaníaca broma filosófica. Todo el mundo sabe (aunque no haya leído a Aristóteles) que el hombre es un ser social, que se hace individuo en el grupo, que es el todo el que le hace único. El egoísmo es cualquier cosa menos una ideología. Es un rasgo de la personalidad o, incluso, en el peor de los casos, una patología psíquica. Cierto que no hay hombre desprovisto de egoísmo, por mínimo que sea. La ley de la auto-conservación no es sino un egoísmo natural. Existe hasta un egoísmo socialmente aceptado: el afán de progreso material. El capitalismo lo fomenta, y nadie (incluso los que a este sistema se oponen) puede escapar a su influjo. El capitalismo sabe bien cómo explotar una vena consustancial al alma humana.
Pero las personas aceptan generalmente que una comunidad no podría funcionar sin colaboración, sin interdependencia, sin solidaridad. Unos hacen depender esto de la ética, sea esta ética la que fuere; otros la hacen depender del interés mutuo. Unos apelan en esta materia a la razón; otros al instinto o al sentimiento, es decir, a la empatía. En cualquier caso, casi nadie tolera el egoísmo como principio radical de organización individual, y mucho menos social. Visto así, el egoísmo es una falta (presente en mayor o menor grado en cada uno de nosotros) que debemos combatir, interior y exteriormente. A esto me refería cuando hablaba de un consenso global. El egoísta absoluto no colabora, destruye lo propiamente humano. Sin embargo, el egoísmo tiene también un rostro menos negativo. Mandeville lo señaló con claridad: la persecución individual del interés, el placer, etc., lejos de ser causa de algún mal, es fuente de logros y bienes colectivos. Del vicio privado, dice Mandeville, nacen las virtudes públicas, lo cual no exime al individuo de la obligación de ajustarse a un comportamiento socialmente ético, esto es, de procurar la buena convivencia (porque ello redunda en su interés). 
Volviendo a la cuestión terminológica, lo que sucede es que, cotidianamente, el equívoco rodea la expresión “individualismo”. Suele emplearse como sinónimo o cuasi-sinónimo de “egoísmo”, pero entre los que se declaran o son individualistas hay el mismo porcentaje de egoístas que entre los que no lo son. Dicho de otro modo: puede haber más generosidad en un individualista que en un anti-individualista. Por consiguiente (siempre que quien lo emplee, refiriéndose a sí mismo, no sea con tal significación), aquel que afirma ser individualista no está reconociendo, ni explícita ni implícitamente, un pecado mortal, sino que se está refiriendo a otra cosa. Aquí se nos abren varias posibilidades. Generalmente, quien dice ser individualista está expresando, como decía antes, una pulsión de su sangre, una necesidad indeclinable de su voluntad: está expresando su inquebrantable adhesión a sí mismo, su irrenunciable soberanía de sí, lo cual no debería traducirse en simple egoísmo. Nos está diciendo que prefiere caminar según su criterio e interés; no necesariamente contra los demás o al margen de los demás, sino entre los demás. En resumen: anhelo de autonomía personal (lo que no le obliga ni al egoísmo irredento ni a la autarquía insolidaria de un renegado).
Hay, sin embargo, otras opciones de autodefinición individualista. Hasta ahora me he referido a la no intencionalmente ideológica (puesto que todo discurso de autodefinición, como todo discurso en general, bajo una lectura hermenéutica adecuada, desvela los materiales ideológicos que ayudaron a construirlo [por eso hay en el individualismo más extremo una nota infantil, utópica, que no pasa desapercibida, al igual que en el marxismo, como ya adivinara el propio Lenin]), dejando a un lado la que sí lo es. ¿Y qué es el individualismo ideológicamente considerado? Habría que empezar por acotar el marco semántico de la ideología, que es donde a partir de ahora nos vamos a mover. El profesor Terry Eagleton propone una lista básica de consenso, un punto de partida para la cuestión de lo ideológico. Consideremos, para empezar, que una ideología es un conjunto de técnicas mediante las cuales alguien se define o modula una parte de sí mismo, a la vez que define o modula los contornos del grupo en el que se está inscribiendo. Convengamos que la ideología no es un asunto privativo, personal. Según esto, una ideología define a un grupo, y a la vez ayuda a definir a los integrantes de ese grupo ideológico. Las ideologías son discursos sociales, útiles de cara a la construcción de sí o para el desenvolvimiento personal en sociedad o aisladamente, en lo económico, lo cultural, etc, pero, en cualquier caso, no serían (en principio) elaboraciones personales. Una ideología no es una idea. La ideología es, entonces, un producto social, que vale para representar a un determinado colectivo y también para ayudar a definir (siempre de forma contingente, para un punto concreto del tiempo humano) el actual estado de cosas de un individuo.
Desde el punto de vista intencionalmente ideológico, pues, alguien que afirme ser individualista podrá estar a un tiempo definiendo parte de su estado de cosas actual, parte de su propia vida y de cómo entiende la vida, y definiendo también los límites discursivos de un grupo social determinado al que se halla al menos próximo. Está definición (o definiciones) podrá ser política, moral, estética, económica, etc. Tan diversa como tipos de individualismo pueda haber. ¿Conocemos bien qué es el individualismo político, moral, estético, económico o metodológico? Habrá que explicar los diversos tipos de individualismo para poder empezar a entender el individualismo como mito y arquetipo. Lo crucial, lo verdaderamente crucial, es llegar a entender cómo el individualismo se ha convertido en la cultura de la posmodernidad, en la segunda piel del hombre de la sociedad de mercado, y por qué casi siempre necesita ser desvelado mediante la crítica ideológica. ¿Es el individualismo, la atomización normalizada, como predijo Tocqueville, el último producto de las democracias, o hay un más allá? ¿Quizá el sobjeto de Vicente Verdú? ¿Es el individualismo la ideología absoluta y perfecta de la posmodernidad, una ideología tan universal en Occidente que ha llegado a ser invisible, que ha llegado a desideologizarse? Si fuera así, ¿no sería esto la confirmación de la muerte de las ideologías, el establecimiento de la cultura del simulacro y la muerte del sujeto, en último término, como entidad dueña de sí?           

martes, 1 de mayo de 2018

MEMORIA, DIFERENCIA, VERDAD



Remedios Varo, Papilla estelar, 1958
    “Somos memoria”, repetía Fernand Braudel (aunque esto, en realidad, lo han dicho y repetido muchos; me acuerdo ahora, por ejemplo, del maestro Emilio Lledó). Somos memoria, en efecto; sin ella nos vemos despojados de la ficción que nos alimenta, nos vemos desplazados del equívoco, precario y finísimo eje al que denominamos “yo”. La memoria nos mantiene en guardia con la vida, en la lucha, aunque ello implique la aceptación de las bases del concurso: transitoriedad y sospecha. Dicho de otra forma: cuando el olvido entra por la puerta, la consciencia salta por la ventana. El ser para sí es siempre cosa del pasado, por eso habitamos el terreno de la invención, una sombra incierta, tembloroso ahora de un soy lo que he sido, pero que reconforta. Un río nunca baña dos veces al mismo hombre. Cuando la memoria funciona nos traiciona, aliviándonos. Es su cometido. Somos ficción, por eso ansiamos que nos cuenten historias y los escritores a su vez pueden dar de comer a su locura. La verdad de los hechos es un peaje de tránsito, ese programa malicioso corriendo en segundo plano que todo el mundo quiere eliminar. La verdad pesa y ralentiza nuestro procesamiento diario. Es minoritaria y errante como la materia del espacio, dispuesta en un falso orden. ¿No componemos, a medida que vivimos, nuestra propia novela biográfica, a partir de materiales íntimos y extraños, consciente e inconscientemente, durante la vigilia y durante el sueño? ¿Qué es nuestra memoria sino un no ser, una incesante reconstrucción a la medida de nuestras circunstancias, como aquella freudiana “novela familiar del neurótico”? Uno se dice “yo soy” y cree que al decirlo las piezas encajan una tras otra hasta conformar una unidad reconocible. Uno se levanta por la mañana y hace lo que tiene que hacer ese día llamándose y reconociéndose y hablándose por su nombre, y diciéndose soy yo, me llamo tal, estoy vivo y despierto, estoy aquí, ayer hice esto y hoy haré esto otro y mañana esta otra cosa, etc. (bueno, en realidad uno no lo piensa tácitamente, pero sí de manera implícita, como en toda narración se halla implícito el acto narrador mismo, que se oculta en el trasfondo diegético, igual que si fuésemos el narrador de las acciones de nuestro yo-personaje, como si dijéramos, “mientras yo, el narrador, cuento, el personaje actuaba…”, siempre narrándonos en pasado, porque subyace al mero hacer, como al acto de narrar, la presencia implícita de un narrador primario, una tramoya de composición que empieza por decir “yo soy”), pero uno nota más que nada la diferencia, filtrándose por las costuras del acto y del recuerdo. Hay algo en uno que ese día es diferente, como todos los días. ¿Qué es lo que hace que al cabo de treinta, cincuenta o setenta años de vida uno pueda levantarse cierta mañana reconociéndose sustancialmente como la misma persona? ¿Qué mecanismo permite componer, completar y unificar el caos fragmentario de lo vivido y conseguir a partir de ello una narración del sí más o menos lineal, con sentido, particularizada y con valor propio que se resuelve finalmente, al momento de pensarse y de mirarse al espejo, en una figura asertiva, una esencia, un signo aún reconocible tras las sucesivas mutaciones, una entidad singular, íntima, que pese a todo nos parece no haber en el fondo cambiado? Vivimos entre el ser para los demás y el ser para sí. Somos hijos del trasfondo escénico. La persona sufre una doble invención cotidiana, para sí y para los otros. Se trata de esferas bien determinadas, pero indesligables. Ambas se necesitan, se invaden, hasta el punto de que no pueden realizarse la una sin la otra. Ambas resultan de un proceso de carga de sentido, de una operación simbólica por la que algo que es indiferenciado, masa ciega y repetida y, por lo tanto, perfectamente intercambiable, se particulariza en una máxima distinción, como emergiendo de entre lo que se muestra abigarrado. El individuo no es la identidad, sino la diferencia. Somos hijos del trasfondo escénico, decía. Caminamos con un pie puesto en la viga del hambre y el otro en la viga del hecho. Entre el apetito y lo que está. En medio, el vacío.
René Magritte, El doble secreto, 1927

Uno se levanta por la mañana, alarga el brazo, abre el cajón de la mesita de noche y extrae dos máscaras, la que reserva solo para sí mismo y la que destina para ser vista por los demás. Uno se levanta por la mañana y ha de decidir quién es y cómo quiere que el resto le vea. ¿Es factible, pues, un discurso ya no de lo verdadero, sino un discurso que desenmascare al sí verdaderamente? O, en cualquier caso, ¿es deseable? Uno de los Adagia del lúcido poeta estadounidense Wallace Stevens (cuya lectura recomiendo vivamente) me ha dado que pensar, y aquí lo dejo: “A la larga la verdad no importa”.   

domingo, 22 de abril de 2018

PAPÁ HEM


    Supongo que uno puede descubrir la literatura de muchas y muy variadas maneras. Yo tenía catorce años cuando una convalecencia posoperatoria me obligó a guardar total reposo en casa. Corría el mes de mayo del 94, el calor era ya considerable y una semana así iba a ser difícil de sobrellevar. Se me permitía caminar un poco, cierto, pero solo para emprender meras acciones de supervivencia (comer, ir al baño, maldecir mi puerca suerte, etc.). Nada de calle. Desde la terraza de nuestro hermoso ático yo aullaba, melancólico e impotente, a aquel cielo tan burlonamente azul.

"Desde mi azotea".
Imagen tomada de:
http://escritornublado.com
    Me moría de ganas de jugar al fútbol, que era lo que, más allá del instituto y su primero de bachillerato, ocupaba mi tiempo por entonces. La televisión, la videoconsola, pronto dejaron de consolarme. ¿Estudiar? Los enfermos no estudian, reciben regalos. Dios, a todo esto ni siquiera había dejado atrás el primero de los siete u ocho días de condena. Sin embargo, una puerta iba a abrírseme.  Y es que recientemente, por la compra de no sé qué electrodoméstico, mis padres habían sido obsequiados con una colección de libros. Unos estaban encuadernados con apariencia lujosa, en símil piel y con dorados en los lomos; otros, por el contrario, en rústica sin solapas, de sencillo color blanco con rótulos negros y llamativas ilustraciones en sus portadas. Mis padres los habían ordenado pulcramente en una pequeña librería de madera, de solo tres baldas, que podía trasladarse con facilidad de un sitio a otro por obra y gracia de sus cuatro ruedas. Habían convenido en dejar el conjunto justo detrás del ángulo que formaban los dos sofás del salón. Dijeron que aquello le daba a la estancia un toque o un aire y que era muy bonito y que por tanto allí se quedarían los libros, acompañándonos. Uno siempre podía dejar el mando a distancia u otras cosas sobre la oscura madera o directamente sobre los libros, así que, bueno, desde este punto de vista sí que resultaba algo práctico, pensaba yo. Mi interés por el asunto, hasta el momento, se había reducido a esta simple cuestión logística. Uno puede descubrir la literatura de muchas y muy variadas maneras, decía al principio; en mi caso sucedió gracias a la confabulación entre un problemilla físico y el aburrimiento fatal y desesperado. A lo largo de la mañana de mi segundo día de convalecencia, quemadas todas las balas de la distracción, no sé por qué reparé en el pequeño mueble de los libros. Me incorporé desde el sofá donde estaba medio tumbado, recuerdo que en camiseta y pantalón corto, y con el mismo ánimo de quien hojea una revista de náutica en la sala de espera del dentista me puse a manotear entre lo que allí había: Ernestosábatosobrehéroesytumbas, Eduardomendozaelmisteriodelacriptaembrujada, Williamkennedytallodehierro,Mariovargasllosalacasaverde, Hermanhesseelúltimoveranodeklingsor,Octaviopazlasperasdelolmo, Friedrichschillerguillermotell, Johannwgoethelossufrimientosdeljovenwerther, Pedrocalderóndelabarcalavidaessueño, Lopedevegafuenteovejuna… Seguí  leyendo, mecánica y desdeñosamente, los títulos de los volúmenes, hasta que uno en particular me detuvo en seco: Ernesthemingwayelviejoyelmar. El viejo y el mar. Sonaba bien. Ernest Hemingway, El viejo y el mar. Los libros son así; siempre aguardan, como una mano tendida, a que otra mano por fin tire de ellos. Lo siguiente que hice fue echar un vistazo entre sus páginas. Tenía unas lindas ilustraciones, algo inesperado en un libro de esas características, es decir, en un libro para adultos. No eran más que dibujos a tinta negra, nada pretenciosos, pero el trazo era original, continuo y como retardándose en breves y erizadas ondas; seguramente se habían hecho sin casi levantar el plumín del papel. Tenían su fuerza, tanta como para que un chiquillo de catorce años fuera capaz de entrever la historia que debía de haber detrás de ellos. Un viejo y pobre pescador, a solas en su vieja y pobre barca, luchando en medio del mar contra un pez de proporciones descomunales. Pero hasta yo me daba perfecta cuenta de que ahí tenía que agazaparse algo de mayor trascendencia. Dado que el libro era breve y, al parecer, no muy complicado (pocos personajes, a juzgar por las ilustraciones: el viejo, protagonista, y un muchacho), y como además yo no sabía qué hacer con mis horas de convalecencia, me atreví a leer el comienzo, que decía: “Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez”. Esos ochenta y cuatro días funcionaron como lo que en realidad son: el resumen de un tiempo frustrado y la sutil anticipación de otro, es decir, la tensión de la aventura que está por venir. Me tumbé en el sofá con este descubrimiento entre las manos y no lo solté (salvo para ir a comer) hasta el final de la tarde.

Ernest Hemingway
    Si un año antes, aún en el colegio, las lecturas obligadas de Bécquer, Antonio Machado y la primera parte del Quijote (bendita y loca obligación impuesta por un loco y bendito maestro) me enseñaron el placer del texto, el valor estético del lenguaje, ahora Hemingway, que nunca dejaría ya de ser papá Hem, me enseñaba cómo podía contarse una buena historia utilizando no demasiadas palabras, con fuerza, limpiamente y, lo más importante, sin tener que contarlo todo. Si la memoria no me falla, creo que esta fue la primera lectura que hice por voluntad propia. Recuerdo la segunda, y la tercera. Después de El viejo y el mar salté de cabeza y con toda la inocencia del mundo a Crimen y castigo. Me llevé un buen tortazo, aunque positivo en cierto sentido. Disfruté y sufrí con el salto. Aun gustándome la novela, tanta introspección psicológica, lejos de adentrarse en el meollo del caudal, daba la impresión de huir de él entre meandros innecesarios, o eso, ingenuo de mí, barruntaba yo entonces, creyéndome ya con derecho y competencia suficientes para impartir justicia crítica. Tras de mi primer contacto con los rusos, volví a Hem (Por quién doblan las campanas). La cuenta de las lecturas primerizas, por riguroso orden, se pierde a partir de este punto. Fueron cayéndome, en desordenados y a menudo imprevisibles asaltos, otros golpes del púgil de Oak Park, Illinois, hasta el definitivo knock out de sus cuentos. Pero antes de eso, mucho antes, al final de una tarde de la primavera del 94, cerré aquel primer libro elegido, tan bien encuadernado y de papel tan oloroso, y lo devolví a su lugar, ahora con un atisbo de reverencia, junto al ignorado resto de sus camaradas escritores, a quienes yo imaginaría luego manteniendo largas y acaloradas tertulias, pues el contenido de este mueblecito de rincón había ganado para mí aquella tarde un súbito respeto, una nueva reputación, mucho más elevada, que pronto alcanzaría el rango de sacro altar del iniciado (iniciado confuso, torpe, voluntarioso), aunque siempre diera un toque o un bonito aire al salón y todos siguiéramos dejando el mando a distancia y los más inverosímiles objetos sobre los oscuros estantes. La semana de convalecencia pasó y el antiguo convaleciente volvió a su primero de bachillerato y, poco después, al fútbol. Por supuesto, hubo muchos más cielos y días azules que ver, poblados de vencejos, desde la terraza del ático. De vez en cuando, sin que nadie lo supiera, una mano tiraba de otra que, paciente y en silencio, generosa, esperaba tendida desde justo detrás del ángulo que formaban dos sofás muy de los años noventa.





viernes, 30 de marzo de 2018

TODOS LOS NOMBRES

Los caminos no se hicieron solos
                                                     Pablo Milanés
  
En su poema más universalmente conocido, “The road not taken” (El camino no elegido), Robert Frost ofrece una respuesta a la paradoja de la bifurcación: entre las dos posibilidades que el viajero tiene ante sí, este acaba eligiendo la que aún está por hacer:

Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,
yo tomé el menos transitado,
y eso hizo toda la diferencia.

El viajero del poema de Frost se decanta por el camino angosto, tupido y falto de uso, por la senda incierta. Su elección es una apuesta ética, la más arriesgada, que en el oficio lírico supone desbrozar y renovar olvidadas tradiciones, o directamente abrir nuevos cauces estéticos, y que en el oficio más difícil, el de vivir, revela la audacia de conocer y conocerse, la humana temeridad de cambiar el mundo a medida que se va haciendo.

Robert Frost. Foto: Getty
Tomado de:Jot Down. 
Contemporary Culture Mag
Como el que escribe, el caminante hace discurso, despliega nuevas posibilidades. El lenguaje es herramienta y discurso a la vez, como el propio camino; y, como este, se construye de forma colectiva, pisada a pisada. Lenguaje y camino, claro está, son instrumentales en la medida en que nos sirven para llegar a algún sitio, pero también pueden no llevarnos a ninguna parte, más allá del propio universo de las palabras o del sinuoso avance de la ruta (lo que, de la misma manera que para Frost, para nosotros hace toda la diferencia). Podemos simplemente hablar por hablar o caminar por caminar, entregarnos al goce de oírnos o de embarrarnos las botas, sin ningún objetivo material en el horizonte, fuera de la belleza del propio acto, del mero hacer.

En la lengua asturiana hay una hermosa voz que sirve para denominar todo aquel camino estrecho, malo, sucio y pedregoso; es decir, todo aquel sendero de aldea o de monte que nos es siempre de difícil tránsito: “caleya”. Para el viajero, la caleya es como la senda no transitada del poema de Robert Frost: un destino apenas esbozado, el pálido  y dudoso vestigio de una huella.

Somos arrojados a la vida. Vivir, como pensaba Kierkegaard, es un encadenamiento de duda y decisión. Cuando el camino se bifurca, estamos siempre solos: hemos de elegir, y semejante cadena no tiene tregua. Una elección conduce a otra, y esta a la siguiente, de forma implacable y sucesiva. Y si el camino desaparece, nuestra es también la decisión: volver sobre nuestros pasos o retomar la tarea desde el punto en el que los que nos antecedieron la dejaron.

Los caminos no se hicieron solos. Cada quien hace su parte. Un hombre en solitario puede explorar, descubrir nuevas direcciones; puede orientar al resto y señalar la vía que debe seguirse en el futuro, pero únicamente la colaboración y el compromiso de los que le sucedan impedirán que el nuevo camino acabe desvaneciéndose. No hay camino, pues, sin entendimiento y comprensión, sin camaradería.

La caleya nos pone a prueba. Un túmulo de piedras, coronado por una cruz, a la vera de un abrupto y peligroso paso de montaña, puede parecernos, a primera vista, una aglomeración sin diferencia, una masa abigarrada que conmemora, quizás, un triste suceso. Si alguien nos preguntara por el número aproximado de piedras que pudiera haber allí, probablemente no encontraríamos sentido a la pregunta ni perderíamos el tiempo en cuentas. Pero si, a continuación, ese alguien nos dice que cada una de esas piedras representa la muerte de un montañero intentando atravesar el paso que nosotros afrontamos, nuestra mirada cambiará radicalmente. Las piedras dejarán de ser simples partes indiferenciadas de un todo; serán, en ese instante, unidades en sí mismas, resignificadas y singularizadas, cobrando total pertinencia la pregunta anterior. Eso mismo ocurre con el camino. Los nombres se olvidan, pero los pasos siguen ahí, esperándonos. El camino, como el lenguaje, es de todos y de nadie en particular. Como el lenguaje, nos pone a prueba y ante nosotros mismos, ante la aventura de hacernos mediante nuestras decisiones.

Por supuesto, lo más valioso del camino es el hallazgo del otro, el diálogo con lo diverso, el apoyo mutuo, la comprensión. Si, con suerte, llegamos al final de nuestro viaje, todos los nombres serán entonces recordados.  

miércoles, 11 de noviembre de 2015

HISTORIA Y POESIA. NOTAS A "CRÓNICAS DE MARATÓN Y SALAMINA" DE ANTONIO COLINAS



                    I


   En Maratón los persas miran a los montes.
   En Maratón los griegos miran hacia el mar.
   El persa espera la traición de Atenas.
   El griego aguarda la ayuda de Esparta.
5  El fulgor de un escudo en las murallas                  
   avisará a los persas de que Atenas
   confabula a la espalda de su ejército.
   El plenilunio de aquel mes de agosto
   será para los griegos la señal
10 de que los espartanos ya clausuran                       
   sus fiestas, y en su ayuda se dirigen.

   Pero no se cuidaron los presagios.
   Una de las dos partes no atendió,
   con los preparativos, a sus dioses.
15 La impaciencia produjo en filas persas                   
   una hecatombe de armas y de huesos.
   Grecia, con fe, vio descender un rayo
   del cielo: era Teseo con su lanza
   que arrojaba a los persas a la mar.
20 Entre las islas huyen hacia el Asia,                          
   surcando sangre, las últimas naves.

   Tarde llegó el aviso. Y los de Esparta.
   A Teseo, en Delfos, se alzó un templo
   en agradecimiento por su ayuda.
25 Sin embargo, aquel joven ateniense                         
   lleno de sangre iluminada y fiera,
   de cuyos pies y labios dependía
   la victoria, corrió un día y medio
   veloz, inútilmente, hacia la Muerte.

                   II

   Ya muchos años antes todo el cielo
   y la tierra llenáronse de signos.
   Era oscuro el mensaje del Oráculo,
   pero aún resonaba en las gargantas
5  el gran grito triunfal de Maratón.
   Nunca hubo tal clamor en los navíos,
   aunque apesadumbraba la grandiosa
   expedición de Jerjes, la ansiedad
   del persa ante el invierno interminable.
                    
10 Y un día Grecia vio que todo el mar
   lo ocultaban las naves: un gran bosque
   de mástiles nublaba el horizonte.
   Una marea de armas y de remos
   iba y venía sobre Salamina.
15 Pero, una vez más, se había encarnado
   la astucia de los griegos en un jefe.
   Una vez más los dioses ya tenían
   inclinado hasta el fiel de la balanza.
   La estratagema dividió la armada.
20 El viento de levante hizo el resto:
   el mar arrinconó contra las rocas
   de Eleusis los cascos de las naves
   enemigas. Y nada ya servía
   la ciencia de fenicios y de egipcios
25 al servicio del inexperto persa.

   Aunque éste en Atenas penetrase
   más tarde y la arrasara con su fuego,
   fue Salamina otra Maratón.
   Esquilo lo vio todo con sus ojos
30 y en dos versos resumió la Historia:
   ¿Atenas, la ciudad, es arrasada?
   ¡Sus hombres han quedado, Atenas dura!



El poeta leonés Antonio Colinas. Foto: Leonoticias
Como puede verse, Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1946) divide el poema (que forma parte del libro Astrolabio) en dos partes. La primera es dedicada a la batalla de Maratón; la segunda a la de Salamina. Ambas batallas son recreadas líricamente (siempre en endecasílabos, salvo el par de versos de apertura) conjugando historia y mito.

PRIMERA PARTE

En la extensa y fértil llanura de Maratón (ciudad de la costa nororiental del Ática, cercana a Atenas) tuvo lugar en el año 490 a.C. el primero de los enfrentamientos bélicos entre griegos y persas (guerras médicas). Hacía un año que los persas venían construyendo una gran flota con el fin de transportar a Grecia su arma más temible: la caballería. Pese a lo que en un principio pudiera pensarse, no parece que la ofensiva persa tuviera tanto de carácter de conquista como de maniobra de castigo, teniendo en cuenta la elección de la zona de desembarco. Es probable que todo respondiera a una estrategia de distracción para que los hoplitas griegos acudieran a Maratón dejando desprotegida la ciudad de Atenas. Sea como fuere, lo cierto es que la victoria griega resultó más política y moral que real, ya que los persas consiguieron dos de sus tres objetivos de partida: las Cícladas y Eretria. La batalla de Maratón, eso sí, sirvió para afianzar la supremacía de Atenas sobre Esparta y la Liga Peloponesia, reforzar el sistema democrático instaurado por Clístenes y conformar un cierto “orgullo patriótico” en torno de un mito bélico que iba a quedar grabado para siempre en la memoria colectiva del pueblo griego.
Este espacio político y geoestratégico es magistralmente condensado y recreado por Colinas en la primera estrofa mediante rítmicas estructuras paralelísticas (vss. 1-11). Son curiosamente los dos tridecasílabos compuestos iniciales los que bosquejan el enclave geográfico de la batalla y los que anticipan, a su vez, en el plano semántico, las principales claves estratégicas que, a continuación, en dicha estrofa, van a ser ampliadas; por otro lado, estos dos versos avanzan también en el plano formal el ritmo y el desarrollo paralelístico que caracteriza la primera parte del poema. No nos ocuparemos aquí del ritmo del texto de Colinas, pero sí de su trasfondo referencial (trasfondo histórico-mítico), con el propósito de hacerlo más comprensible.
¿Por qué, primeramente, los persas miran a los montes y los griegos miran hacia el mar? El autor nos da la respuesta en los siguientes versos, que integran la primera estrofa: Porque el persa espera la traición de Atenas y el griego aguarda la ayuda de Esparta. Estos versos dan pie a un breve pero conveniente comentario histórico. La situación geopolítica griega se encontraba lejos de alcanzar por aquel entonces una hipotética unidad. Por encima del sentimiento griego estaba el reconocerse antes como ateniense, tebano o lacedemonio. De manera que, ante la amenaza persa, no todas las ciudades-Estado griegas reaccionaron de la misma forma, sino siempre de acuerdo con sus intereses políticos. Así, Egina, no debía de ver con malos ojos una posible victoria persa que supusiera la liquidación de Atenas, sempiterno rival, como tampoco Argos le hubiera hecho ascos a la supremacía persa de haber esta apeado a Esparta del dominio sobre el Peloponeso. Porque fueron Atenas, Esparta y Platea las únicas ciudades que se opusieron claramente a la injerencia aqueménida, llegando incluso las dos primeras a asesinar a los emisarios del Imperio. El resto de las ciudades del continente o bien aceptó el dominio persa o bien se mantuvo en silencio, con lo que en definitiva también se acataba el dominio extranjero.
Tales desuniones y desavenencias griegas fueron aprovechadas por los persas, quienes, conociendo aquel panorama, pronto desplegaron una astuta política de compra de lealtades. De ahí que Colinas hable de “la traición de Atenas”, pues parte de la aristocracia ateniense constituía una verdadera quinta columna persa, al igual que otras ciudades-Estado, y el ejército persa confiaba su victoria en Maratón a la colaboración de ese poderoso sector filo-persa ateniense.
Por otro lado leemos en el poema de Colinas que El plenilunio de aquel mes de agosto/ será para los griegos la señal/ de que los espartanos ya clausuran/ sus fiestas, y en su ayudan se dirigen. Efectivamente, los espartanos se encontraban por aquellas fechas celebrando las Carneas, “fiesta relacionada con la cosecha y consagrada a Apolo, que impedía hasta su conclusión su disponibilidad para el combate”,[i] y, en consecuencia, no podían acudir en ayuda de Atenas hasta la llegada de la luna llena, signo que marcaba el final de las celebraciones.
Las circunstancias, entonces, parecían favorecer al ejército persa, pero no se cuidaron los presagios./ Una de las dos partes no atendió,/ con los preparativos, a sus dioses.
Y no descuidaron solamente los persas los requerimientos divinos, también los tácticos. Fue sin duda alguna la precipitación del ejército aqueménida la razón de su derrota en el terreno pantanoso de Maratón. Nos dice Colinas a este respecto: La impaciencia produjo en filas persas/ una hecatombe de armas y de huesos. La decisión de los generales persas, Datis y Artafernes, de presentar batalla a los hoplitas griegos en la llanura de Maratón, lugar que creían ideal para el perfecto despliegue de su poderosa caballería, resultó desastrosa. La infantería griega, muy inferior en número con respecto al bando persa (10,000 efectivos frente a 30,000) y bastante pesada en sus movimientos, tuvo en Milcíades al astuto estratega que, conociendo al oponente, ordenó atacar primero y supo plantear el combate de modo que la ventaja persa no pudiera hacerse efectiva. El terreno pantanoso dificultó enormemente el desarrollo de las maniobras de la caballería persa. Además, aquel campo no resultó ser lo suficientemente amplio como para permitir a los persas moverse con la rapidez acostumbrada y, por si hubiera sido poco, las alas griegas estaban firmemente asentadas en las cercanas estribaciones montañosas. El ejército griego atacó con dureza, cuerpo a cuerpo, y este modo de lucha no convino tampoco a los intereses persas, que vieron cómo el adversario, bien protegido y pertrechado, junto con el terreno, hacía ineficaces sus principales bazas: la caballería y los arqueros. Todas las circunstancias, en definitiva, rebajaron considerablemente la eficacia de los efectivos persas, una vez que estos dejaron pasar la ocasión de romper el frente griego por el centro, su parte más débil.
Como ya dijimos, la victoria griega en Maratón sirvió sobre todo para unificar el mundo griego y consolidar la democracia; fue rápidamente mitificada, quedando grabada con firmeza en la memoria colectiva. Esta mitificación de la victoria de Maratón se realiza no solo elevando a mito el suceso histórico, sino también incorporando al suceso histórico sucesos míticos concretos. Así historia y mito se confunden y, de esa forma, inseparablemente unidos, nos aparecen en el poema de Colinas: Grecia, con fe, vio descender un rayo/ del cielo: era Teseo con su lanza/ que arrojaba a los persas a la mar. Parte de las palabras que Pierre Grimal dedicó a Teseo en su diccionario de mitología nos sirve para explicar estos versos:

Cuando se desarrolló la batalla de Maratón contra los persas, los soldados atenienses vieron combatir al frente de ellos un héroe de talla prodigiosa, y comprendieron que era Teseo.[ii]

De nuevo, en los versos 23 y 24 del poema de Colinas leemos: A Teseo, en Delfos, se alzó un templo/ en agradecimiento por su ayuda. Y Pierre Grimal vuelve a servirnos para aclararlos:

Después de las guerras médicas, el oráculo de Delfos mandó a los de Atenas que recogiesen las cenizas de Teseo y les diesen una sepultura honrosa en la ciudad. Cimón cumplió la orden de la Pitia. Conquistó la isla de Esciros y vio en ella un águila que, posada en un cerro, escarbaba la tierra con las garras. Cimón, inspirado por el cielo, comprendió el significado del prodigio. Excavando la loma, encontró un ataúd que encerraba a un héroe de enorme talla, con una lanza y una espada de bronce. Cimón se llevó estas reliquias en su trirreme, y los atenienses recibieron los restos de su héroe con fiestas magníficas. Le dieron digna sepultura cerca del lugar donde más tarde se levantaría el gimnasio de Ptolomeo. Esta tumba pasó a ser el asilo de los esclavos fugitivos y los pobres perseguidos por los ricos, ya que en vida, Teseo había sido el campeón de la democracia.[iii]

En los últimos versos de esta primera parte del poema Colinas hace referencia a otro suceso legendario de Maratón: Sin embargo, aquel joven ateniense/ lleno de sangre iluminada y fiera,/ de cuyos pies y labios dependía/ la victoria, corrió un día y medio/ veloz, inútilmente, hacia la Muerte. Al término de la batalla, Milcíades, sabiendo que los persas se dirigirían en su retirada hacia Atenas, decidió avisar a esta ciudad lo más rápido posible. Para ello, siempre según la leyenda, envió a su soldado más veloz, Filípides, quien debía acudir corriendo a Atenas desde el campo de Maratón, completando una distancia de 42 km. Filípides lo hizo. Tras llegar a la ciudad exclamó: “¡hemos vencido!”, e inmediatamente cayó muerto.
El ejército persa, o lo que de él quedaba, que aun así todavía era numéricamente muy superior a su adversario, no tuvo más remedio que retirarse en total desbandada, ante el doble envolvimiento que las alas griegas habían establecido. La mayoría de los persas lo hizo echándose a la mar con el fin de alcanzar sus barcos y darse a la fuga en ellos (Entre las islas huyen hacia el Asia,/ surcando sangre, las últimas naves.). Los griegos los persiguieron en su huida y lograron al final capturar siete de sus naves. No hace referencia el poema a aquellos persas que, ignorando las características de la zona, habrían huido por el valle, en lugar de hacerlo hacia la costa, y se habrían ahogado en los pantanos próximos al lugar de la batalla. Según Heródoto, fueron 6,400 los cuerpos persas contabilizados en el campo de combate. Por su lado, los atenienses habrían perdido 192 hombres y 11 los platenses.[iv]
De poco sirvió que al día siguiente las tropas espartanas hicieran acto de presencia, cubriendo al parecer 220 km en solo tres días (Tarde llegó el aviso. Y los de Esparta). La batalla había sido ganada ya sin ellos.

SEGUNDA PARTE

Fueron diez los años que transcurrieron entre la batalla de Maratón y la de Salamina. Diez años en los que ambos pueblos, griegos y persas, reforzaron sus recursos bélicos. La gran victoria de Maratón, como escribe Colinas, aún resonaba en las gargantas de los griegos, tanto que de hecho les llevó a rodearse de un cierto exceso de confianza en sí mismos, pero Temístocles supo vender a la democracia su razón y su enorme pragmatismo estratégico pese a que el Oráculo de Delfos, santo lugar consagrado al dios Apolo, aconsejaba someterse al Imperio persa (Era oscuro el mensaje del oráculo,...). Temístocles convenció a sus compatriotas atenienses de que era necesario dotarse de una gran flota, a fin de protegerse ante el inminente ataque aqueménida que se avecinaba, y de que, para conseguirlo, resultaba indispensable que aquellos ingresos percibidos gracias a las minas de Plata del monte Laurión se destinaran íntegramente a la construcción, instrucción y entrenamiento de dicha flota, en lugar de a otros menesteres públicos. De ese modo, Atenas llegó a contar con una marina bien nutrida y firmemente organizada, que le iba a proporcionar capacidad defensiva frente al invasor y superioridad efectiva en el mediterráneo sobre otros pueblos griegos como Egina. Además, llegado el momento, Temístocles tomó otra decisión que iba a resultar de vital importancia en el desarrollo de los acontecimientos; decisión que le honraría para siempre, no solo como brillante estratega, sino también como gran conocedor del alma ateniense. Temístocles era consciente de que la ofensiva persa tendría como objetivo la ciudad de Atenas y de que si sus ciudadanos no eran trasladados inmediatamente a otro emplazamiento más seguro estos iban a ser masacrados. Así, antes de la llegada de los persas, los atenienses fueron  puestos a salvo en las islas de Egina y Salamina. De nuevo Temístocles había sabido doblegar las reticencias de su gente. A tal propósito, además de ayudarse en la razón, esta vez se había servido de aquello que estaba más hondamente arraigado en la conciencia de su pueblo: los dioses. Arguyó que tanto el Oráculo de Delfos como la diosa Atenea, protectora de la ciudad, habían señalado el camino a seguir y ese camino no era otro que el abandono de Atenas por mar.
Mientras, el Imperio persa, bajo el reinado de Jerjes, ultimaba la construcción de un ejército cuyos efectivos, según Heródoto, alcanzaban la increíble cifra de cinco millones doscientos ochenta y tres mil doscientos hombres y mil doscientos siete navíos. Según los historiadores modernos, estos números son mucho más que exagerados; al parecer, entre fuerzas terrestres y navales los efectivos persas podrían haber rondado los cuatrocientos mil hombres, cifra desde luego más razonable.
Cuestiones numéricas aparte, lo cierto es que el ejército multiétnico persa abrumaba por su contingente (lo integraban cuarenta y seis naciones, nada menos). La Liga Helénica o de Corinto se había encargado de mandar espías a Sardes para estar al tanto de los preparativos persas, con lo que es seguro que rápidamente se difundieron entre los griegos las noticias relativas a aquel tremendo ejército cuya ofensiva era inminente. Fue en el año 480 a.C., cuando la armada de Jerjes partió rumbo a Europa: ...aunque apesadumbraba la grandiosa/ expedición de Jerjes, la ansiedad/ del persa ante el invierno interminable.  En efecto, otra vez la precipitación del ejército persa, que temía la llegada del invierno, le llevó a tomar la decisión inadecuada y morder así el anzuelo que Temístocles le había tendido. La batalla se libraría en la estrecha bahía de Salamina, justo donde el estratega ateniense deseaba: Y un día Grecia vio que todo el mar/ lo ocultaban las naves: un gran bosque/ de mástiles nublaba el horizonte./ Una marea de armas y de remos/ iba y venía sobre Salamina. Había tenido que imponer este arriesgado plan por encima de otras estrategias aliadas, amenazando con la retirada de Atenas de la lucha: Pero, una vez más, se había encarnado/ la astucia de los griegos en un jefe. El plan de Temístocles, otro Milcíades, daría resultado: La estratagema dividió la armada./ El viento de levante hizo el resto:/ el mar arrinconó contra las rocas/ de Eleusis los cascos de las naves/ enemigas. Y nada ya servía/ la ciencia de fenicios y de egipcios/ al servicio del inexperto persa. Atraída la escuadra persa hacia el estrecho, las naves griegas, pequeñas, pero ligeras y rápidas, fueron cercándola cada vez más estrechamente. La inteligente maniobra dejó a las naves persas, mucho más lentas que las griegas, sin capacidad de respuesta, pues se veían obligadas a combatir de uno en uno al adversario, estorbándose unas a otras. Jerjes pudo contemplar la catástrofe de su marina desde el monte Egáleo donde se encontraba cómodamente instalado. De nuevo los griegos, a fuerza de ingenio y destreza, les habían derrotado. Según Diodoro de Sicilia los persas perdieron en el combate más de doscientas naves. Como escribe Colinas, de nada sirvió la ciencia bélica (la mayoría de los navíos era de procedencia fenicia y griego-asiática) que  el Imperio aqueménida había absorbido de fenicios y egipcios. La precipitación y la incompetencia fueron en última instancia las principales causas de su derrota, unidas a la clamorosa falta de anticipación a los posibles movimientos del enemigo.
Ya la ciudad de Atenas, con anterioridad a la batalla de Salamina, había sido invadida por los persas: “Los persas ocuparon la Acrópolis, saquearon y quemaron los templos y mataron a los suplicantes”;[v] solo que, como ya comentamos, para entonces la ciudad se había evacuado gracias a la previsión de Temístocles, y así los estragos de dicha invasión fueron menores. Sin embargo, más tarde, después de Salamina, Mardonio, consejero del rey Jerjes, que tras la derrota y el regreso a Asia de este había quedado en Tesalia al mando de unas tropas de élite, saqueó e incendió de nuevo Atenas antes de volver a Beocia. Mardonio había intentado persuadir a los atenienses (refugiados aún en Salamina) a través de Alejandro de Macedonia de que renunciaran a su independencia y se sometieran al Imperio a cambio de mantener su autonomía y ver reconstruidos sus templos. Pero un nuevo sentimiento había nacido entre los atenienses, el de la “grecidad”, el de la identidad común, y este sentimiento, que era en definitiva el de mantener por encima de todo su libertad, les llevó a no aceptar la propuesta persa. De ahí que Mardonio decidiera volver a quemar Atenas: Aunque éste en Atenas penetrase/ más tarde y la arrasara con su fuego...

Por último, para concluir estas notas históricas al poema de Colinas, un par de palabras sobre los versos que cierran la composición: Esquilo lo vio todo con sus ojos/ y en dos versos resumió la Historia:/ “¿Atenas, la ciudad, es arrasada?/ ¡Sus hombres han quedado, Atenas dura!”
El poeta trágico griego Esquilo (525 - 456 a.C.), según sabemos, combatió en Maratón y Salamina. Perteneció, pues, a esa generación de griegos que luchó contra los persas en defensa de su libertad como pueblo. El haber peleado en aquella mítica batalla debió de enorgullecer para siempre el alma de Esquilo, a juzgar por cómo él mismo quiso ser recordado a través de su epitafio.[vi] Son siete las tragedias suyas que nos han llegado. En una de ellas, Los persas (472 a.C.), el poeta habla del alto precio que el rey Jerjes tuvo que pagar por la osadía de lanzar sus ejércitos contra la Hélade. Pues bien, lo que Colinas hace al final del poema es parafrasear unos versos de esa obra (los vss. 348-349), los cuales se refieren al saqueo y al incendio de Atenas a manos de los persas mientras su población, verdadera esencia, cultura y carácter de la ciudad, se halla a salvo en Salamina.


[i]  Joaquín Gómez Pantoja (dir.), Historia Antigua: Grecia y Roma, Barcelona, Ariel, 2005, p. 179.

[ii] Pierre Grimal, Diccionario de mitología griega y romana, Barcelona, Paidós, 2008, p. 510.

[iii] Ibíd., p. 510.

[iv] Es Heródoto, historiador y geógrafo griego (484-425 a.C.), la principal fuente histórica de la batalla de Maratón, pese a que nació años después de tal acontecimiento. Da cuenta de aquel encuentro bélico en su libro VI, párrafos 102-117.

[v]  Joaquín Gómez Pantoja (dir.), Historia Antigua: Grecia y Roma, cit., p. 181.


[vi] Αἰσχύλον Εὐφορίωνος Ἀθηναῖον τόδε κεύθει
      μνῆμα καταφθίμενον πυροφόροιο Γέλας·
      ἀλκὴν δ’ εὐδόκιμον Μαραθώνιον ἄλσος ἂν εἴποι
      καὶ βαρυχαιτήεις Μῆδος ἐπιστάμενος.



     “Esta tumba esconde el polvo de Esquilo,
     hijo de Euforio y orgullo de la fértil Gela.
     De su valor Maratón fue testigo,
     y los Medos de larga cabellera, que tuvieron demasiado de él.”