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viernes, 18 de julio de 2014

DE TECLADOS, RADIOS Y MANIFIESTOS

  Aquí estoy, hurtándole caricias al sueño, aporreando un poco las teclas de este teclado chino del mercadillo, segunda o quizá tercera mano, no sé, pero que a mí me parece que responde y suena como un Steinway & Sons. Será porque me lo ha traído un colega al que aprecio, harto de oír mis quejas sobre el anterior armatoste, del período Cámbrico por lo menos.

  Precisamente este colega del que hablo, con el que comparto el noble (pero amargo) vicio de la tecla, me reenvió hace tiempo un manifiesto poético que, a su vez, alguien le había reenviado a él. Fue aproximadamente por la época en que se desarrollaron los sucesos del 15M; días después de aquello, mejor dicho. Ignoro la fortuna que pueda haber tenido el artefacto, la verdad. Pese a que la cosa me hizo gracia, creo que, por mi parte, no se lo reenvié a nadie. Lo que sí hice fue guardarlo (uno se imagina que en la Red las cosas no pesan...). Luego me olvidé del asunto. Hasta hoy. 

  Un tertuliano radiofónico se ocupó de recordármelo esta tarde, indirectamente. Yo me estaba lavando los dientes, justo después del almuerzo, con la radio de fondo, y al escuchar a alguien hablar de Montaigne dejé de cepillarme y presté atención. El tipo venía a decir que la ociosidad era algo deleznable y tal y cual, algo absolutamente improductivo. Una enfermedad del alma, en definitiva, como sin duda había ya sostenido Michel de Montaigne. Negué con la cabeza, el cepillo atravesado en la boca. No podía estar (y estoy) en mayor desacuerdo. Casi todo el arte procede de ahí, de la ociosidad, del aburrimiento. Me da igual lo que sostuviera Montaigne (que lo sostuvo, por supuesto). El hombre es el único ser sobre la tierra que se aburre. Y, como se aburre, piensa. Y, como se aburre, escribe. Y canta. Y entonces me acordé del citado manifiesto, porque trata un poco de estas cuestiones... Fui al ordenata, miré entre el correo antiguo y me alegré al comprobar que, efectivamente, lo había conservado. Seguía haciéndome gracia, además, la pirueta.

  De inmediato decidí que debía ponerlo de nuevo en circulación, compartirlo, y qué mejor modo que a través de un blog, cuya creación llevaba tiempo sopesando. Así que ahí va. Espero que sus autores (o autor) no se molesten.


#Poesía visible ya! (Manifiesto por la salvación de una especie al borde de la extinción)

La poesía, durante años coto vedado de francotiradores pluriaburridos, plusvalía espiritual de una casta de gatoliebristas bien arraigada, ultima ya el largo y sinuoso camino hacia su extinción. Sin embargo, a pesar del incipiente olor a cadáver, queremos creer que la especie (quizá gracias a que algunos benditos héroes hayan guardado secuencias completas de ADN lírico) puede ser aún recuperada para las generaciones venideras. Sucedió que nunca (hablaremos un momento en pasado, nótese nuestra pena), nunca, y se mirara por donde se mirara, la poesía en algo hubo de parecerse a Dios que, según se dice, hállase en casa de todos, sino que más bien vino siempre a ser como el dinero, un pájaro que volaba demasiado alto para que una desescopetada mayoría fuese capaz de cazarlo. No cabe duda: la poesía jamás se encontró ni muy cerca ni muy al alcance del ciudadano de a pie. ¿O acaso tuvo éste alguna vez, a diferencia de aquella «inmensa minoría», tiempo para el aburrimiento? La ímproba tarea de ganarse los garbanzos le privaba del beneficio burgués de la ociosidad. Y si tenemos en cuenta (recuperamos ya el presente) que de la ociosidad asoma (cuando asoma) el pensamiento (mecanismo sólo activado en raras ocasiones, cuando a alguien le da por pensar) no debería extrañarnos que el sistema invente mil artimañas con el único fin de que al sapiens común le sea de todo punto imposible dar rienda suelta a su tan natural y querido vicio. Por si las moscas. ¿Han reparado ustedes, sin ir más lejos, en cómo los televendedores o los vendedores a domicilio (que todavía los hay) no le dejan a uno meter baza, más aún, en cómo no se les escapa en su cacofónica charlatanería ni un solo segundo de silencio? ¿Se han preguntado por qué? Efectivamente. Su misión consiste en evitar a toda costa que el cliente, el comprador en potencia, disponga de la más mínima pausa que pueda dar lugar a la más mínima reflexión y que, por tanto, acabe por emitir esas palabras tan temidas: «no, mire, no, no me interesa». Discúlpennos la analogía, pero nos viene al pelo. Resulta claro que el estado de cosas actual, salvando las distancias, emplea muy pero que muy hábilmente la citada técnica contra el ciudadano, su «comprador en potencia», y también que sólo cierta clase privilegiada puede dedicarse para sí un tiempo verdaderamente libre, dado el alienante y absorbente empeño, a menudo infructuoso, que una mayoría está obligada a invertir en pagar al banco y, además, poner las lentejas sobre la mesa. ¿Les suena esta radiografía? Sentimos ser tan agoreros, pero el que los tiempos parezcan abocados a desaparecer más allá del post, en el post-tiempo infinito, nos pone el vello de punta. Y el que la poesía vaya a correr la misma suerte. Imagínense un mundo sin tiempo y sin poesía. ¡Puf! Así que ahora, en este punto, como nos hemos dado cuenta de que nuestro pequeño manifiesto está, menos de lo que hubiéramos querido, plagado de obviedades y fórmulas manidas, añadiremos otro garbanzo al potaje, por retomar la manía de la legumbre: si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma. Si salvaron (al menos de momento) a las ballenas, ¿por qué no pueden salvar la poesía? Conminamos aquí a que de una vez se haga una poesía visible. Nos importa un bledo su temática o su estética, su lluvia en los cristales, su nacer entre dos pausas, su resaca mañanera o su arma cargada de futuro. Se trata de llevar la poesía a la calle, hacerla perfomativa, dramática, descarada e invasora. Se trata de hacer una poesía metomentodo, una poesía que zancadillee, que se eche encima, que acaricie, que bese, que sobe, que golpee, que escupa, que chupe, que insulte o piropee, que ría o que llore si es preciso sobre el lector improbable, sobre el pecho y el hombro del eterno desconocido, una poesía que se meta sin llamar en todas las casas, comercios, institutos, facultades, hospitales y centros de trabajo, una poesía al fin corpórea que asalte los sentidos de la gente para la que casi nunca han escrito los poetas, esa gente que, por falta de tiempo, en su vida llegará a descubrir que la poesía le afecta y le es necesaria si no es con el concurso de una nueva estirpe de líricos que sin duda está por nacer y que hoy reclamamos aquí. ¡Poetas, háganle a esa gente de una vez la poesía visible y luego déjenle la última palabra!

                                                                                                  Vena Juglar