Mostrando entradas con la etiqueta Narrativa. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Narrativa. Mostrar todas las entradas

domingo, 17 de septiembre de 2023

EN UN LUGAR SOLITARIO

 

Leyendo estos días En un lugar solitario, volumen que compila los primeros trabajos narrativos del barcelonés Enrique Vila-Matas, asisto privilegiadamente al nacimiento del estilo de un escritor. Siempre he pensado que cuando un escritor tiene algo que decir tarde o temprano acaba encontrando el estilo adecuado para decirlo, de la misma manera que muchos escritores que dicen tener estilo a menudo no encuentran nada que decir. Sospecho que a aquel lector que, como yo, esté al tanto de la obra posterior de Vila-Matas, no dejará este libro de moverle a similares reflexiones en torno a la cuestión del nacimiento de un estilo.

Decía Bukowski que para vivir demasiado hace falta algo más que tiempo. Probablemente pueda decirse también que hace falta algo más que tiempo para darse a sí mismo un estilo propio. En Impón tu suerte (Círculo de Tiza, 2018), doy con un texto titulado “Los escritores de antes (Bolaño en Blanes, 1996-1999)”. En él Vila-Matas sitúa a Roberto Bolaño como paradigma del escritor que va hacia el fondo, hundiéndose hasta el cuello, sin reservas, dedicado en silencio durante años a su arte, marginado, desconocido; que va acumulando poco a poco, palabra por palabra, una voz de tal potencia y verdad que, llegado un punto, no cabe ser durante más tiempo ignorada. Bolaño era un estilo, desde luego. Robert Walser, Georges Perec, Francisco Umbral eran un estilo, sin duda. Vila-Matas es un estilo. Y de los mejores, creo.

Lo primero que uno debe hacer con En un lugar solitario es leer su generoso prólogo. Allí se narra la génesis del escritor: en la trastienda de un colmado militar de Melilla, alguien, un joven decidido en un principio a hacer cine, quema la vastedad de sus horas escribiendo en una Olivetti Lettera, yendo hacia el fondo de sí mismo, hundiéndose hasta el cuello, entre la intuición y la euforia. Esta primera prosa larga de Enrique Vila-Matas, vanguardista, se llamará así, En un lugar solitario, y no esconderá su deuda con Una meditación de Juan Benet.

Junto a la extraña En un lugar solitario el lector encontrará las novelas breves La asesina ilustrada, Al sur de los párpados e Impostura, además de los relatos de Nunca voy al cine. Aunque asistimos al comienzo de todo, es decir, al comienzo de la búsqueda de un estilo, todo sin embargo está ya aquí en sustancia: la forma y los temas.

Sobre su literatura, escribía Vila-Matas hace relativamente poco: “No me dedico a la no ficción, ni al realismo negro ni sucio, ni a la maldita autoficción; el espacio en el que siempre me moví es simplemente el de la ficción, sin más.” (Impón tu suerte, p. 9). Estando de acuerdo, tampoco me resisto a copiar aquí el comienzo de Al sur de los párpados:


¿Dije ya que me resulta dramático ver cómo se repiten ciertos temas de pesadilla y que, en muchas ocasiones, soy capaz de preparar un primer borrador, al que siguen versiones en las que cambio detalles, pulo el argumento, introduzco alguna nueva situación, encubro la forma autobiográfica, y, a pesar de ello, relato cada vez una versión de la misma pesadilla que es, en definitiva, la aventura de mi destrucción? Soy yo mismo la materia de mis libros, y estos surgen de mis sueños. Sueño siempre despierto. Intuyo una serie de imágenes visuales que vienen acompañadas de palabras que las manifiestan. (p. 191)

Ficción aparte, el fragmento bien pudiera asimilarse a la crónica de una poética anunciada, si se me permite el juego. Como si el autor que más o menos acaba de nacer presintiera ya el universo entero del autor que será en adelante. La destrucción del autor o, mejor dicho, su desaparición, es el gran tema de la literatura de Enrique Vila-Matas. Su estilo, la recurrencia. Recurrencia de motivos y secuencias “que regresan y se combinan” (así precisamente se define la estructura de la prosa de Juan Herrera, personaje de La asesina ilustrada), conformando una malla asociativa en la que los distintos elementos dialogan unos con otros. Como en la poesía, el lector aguarda ese rítmico retorno, la reescritura del palimpsesto. Verá el lector que este tema de la desaparición recorre ya los textos primerizos de Vila-Matas, junto con otras preocupaciones que en él siguen siendo insoslayables: el desdoblamiento del sujeto, el cuestionamiento de la identidad, la imposibilidad de la escritura, la ruptura de los límites de la ficción, la literatura en sí.

Fuente: Telva
Todo escritor nace en una caverna y debe atravesar un penoso desierto fuera del tiempo y de la vida, cuando el mundo nada sabe de él. En ese lugar solitario ha de jugarse el pellejo a todo o nada si quiere hallar una manera auténtica de decir lo que debe ser dicho. Ya sea un minúsculo rincón en Blanes, caso de Bolaño, o la trastienda vilamatiana de un colmado militar melillense, en el lugar solitario todo comienza, la forja de un estilo y de un universo propios. Solo por eso, por echar un vistazo dentro de esa trastienda solitaria, agradecerán los lectores de Enrique Vila-Matas un libro como este.                  

domingo, 11 de diciembre de 2022

UN AMIGO LLAMADO HENRY MILLER

Por la teoría y la crítica literarias desfila un sinnúmero de términos altamente sospechosos; nociones que nunca pasan desapercibidas, más allá de todo contexto, estimulando debates y controversias que, aunque irresolubles, a veces nos abren accesos o espacios inusitados allí donde normalmente solo hay opaca cerrazón, cárcel lingüística, terco y vano escolasticismo.  Así sucede cuando deslizamos casi sin pensar, confiadamente, palabras como “género”, “función”, “mímesis” o “literariedad”. Así sucede cuando decimos “canon” o hablamos de tal o cual autor “canónico”. Hace años que se ha hecho ineludible el recurrir a lo escrito y defendido por Harold Bloom sobre este particular, bien sea para disentir, para aprobar o para guardar prudente distancia con respecto a la cuestión del canon. No es mi deseo entrar aquí en este debate; solo diré que, a día de hoy, sigue sin emocionarme demasiado la idea de un hipotético consenso en torno a un índice de autores y obras ungido de sacra verdad literaria. A estas alturas, sigo sin poder definir el hecho literario más que por lo que no es. Sé que no es una religión y mucho menos una clase de iglesia, pese a que algunos de tales cosas la hayan vestido, erigiéndose en sumos sacerdotes o directos reveladores de la auténtica Palabra. A mi apostasía (todo hay que decirlo) han contribuido también diversas epifanías. Nada es igual desde que uno se encuentra el nombre de Charles Bukowski y el marbete “realismo sucio” en un libro de texto de Literatura Universal de nuestro actual bachillerato, por poner un ejemplo. Pocos autores hay más anticanónicos que el del autor de “Cartero”, “Mujeres” o “La máquina de follar”, pero, como cantaba Dylan, los tiempos están cambiando (los tiempos siempre están cambiando, en realidad), y ya hace algunos años que a Bukowski se le estudia en las universidades, se le dedican artículos académicos y tesis doctorales, algo impensable aún en la época en que su nombre era tan conocido para el gran público como el de una estrella de rock. Ahora bien, un autor como Bukowski (y no precisamente como consecuencia de la negación de su impronta, valor o permanencia) jamás formará parte del mencionado canon literario, por más que este último se vaya ensanchando y se flexibilice. Convertir en canónico a un autor de semejante estirpe implicaría la demolición de la propia idea de canon, de la misma manera que el sonido acaba con el silencio: estamos frente a entidades antitéticas, construcciones irreconciliables que se rechazan mutuamente.

En este sentido, otra voz de similares implicaciones es la de Henry Miller, anticanónico también, y también por vocación propia. Siempre me ha parecido curioso el contrasentido generacional (pero solo aparente) de una serie de escritores estadounidenses, empeñados precisamente en dejar de serlo (no lo primero, claro, sino lo segundo): Hemingway (fue él, en Fiesta, quien dijo: “Todos vosotros sois una generación perdida”), Ezra Pound, Scott Fitzgerald, John Dos Passos, Sherwood Anderson, por citar a los más conocidos, aparte del mencionado Henry Miller. Esta generación, perdida en la riada sangrienta del desencanto, escribe desde una postura crítica que revela el espejismo, el trampantojo del sueño americano, y dirigiendo la mirada hacia Europa, busca en París, Madrid o Roma una Ítaca algo más auténtica a la que encaminarse en su formación literaria. Hay un deseo de vivir y de pensar a la europea dentro de su potente (en el fondo) americanismo. Serán un modelo para las generaciones posteriores. Miller llegó a saludar a Kerouac como uno de los elegidos para continuar con la sagrada tarea de narrar.

Miller es una voz poderosa y fascinante, un torrente verbal de ingenuo vitalismo, prosaico y lírico, naif y barroco, puro e impuro, todo al mismo tiempo. No hay melancolía en él, no puede haberla; le mueve el desmedido deseo de narrar sin detenerse demasiado en la hoja en blanco de su máquina de escribir o en las calles de París, Corfú o Nueva York. Miller es un escritor en eterna marcha. A Miller, como a Neruda (otra voz de río americano), le perdonamos los excesos y las páginas sin filtrar, como se admira la terrible belleza de las aguas desbordadas que arrastran todo a su paso.

En mi biblioteca hay muchos libros de y sobre Miller. Puedo decir que se encuentra sin duda entre esos pocos autores-fetiche que más se repiten en mis estantes personales, pues desde que leyera a través de la soberbia traducción de Carlos Manzano, siendo todavía un joven recién salido de la adolescencia, La crucifixión rosada, famosa trilogía integrada por las novelas Sexus, Plexus y Nexus, me convertí en un millerista (¿milleriano?) devoto. Así, me he ido rodeando con el tiempo de una nutrida colección tanto de obra propia como secundaria, donde están a mi alcance títulos más infrecuentes como Crazy Cock (Polla loca), Pesadilla de aire acondicionado, Max y los fagocitos blancos, Noches de amor y alegría, El ojo cosmológico o Big Sur y las naranjas de Hieronymus Bosch, por ejemplo, junto con algunas rarezas difíciles de encontrar (pienso en El tiempo de los asesinos, maravilloso y personalísimo estudio sobre Rimbaud, en el que se entremezclan originalmente las vidas del biógrafo y del biografiado, o en su correspondencia con Lawrence Durrell). No trato de decir ahora nada definitivo sobre él, pero mi experiencia como lector constante de su obra ha modelado una determinada imagen, cuyas proporciones y perfiles, fluyentes, no siempre se corresponden necesariamente con la establecida o compartida por otros lectores. Y seguro que estos podrán decir exactamente lo mismo acerca del resto, tal vez porque, en general, todos somos malos lectores y peores exégetas de Miller. Una manera de verlo más claro, quizá, es a través de los ojos y los oídos de aquellos que lo conocieron de cerca. Volviendo a mis estantes, de ellos extraigo un par de intentos. Son los de Alfred Perlès y Brassaï. Ambos son interesantes aunque solo sea por documentar, cada uno a su modo, la esfera menos pública (es decir, menos literaria) de su común amigo. Y digo “menos pública” por no querer decir “íntima”, puesto que llegar al Miller íntimo sería tanto como pedir a cualquier escritor que deje de ser escritor mientras está en compañía de alguien; cosa imposible, sobre todo si tenemos en cuenta que ese “alguien” puede ser también él mismo. Brassaï, genial fotógrafo, además de pintor y escultor (cuyo nombre real, por cierto, era Gyula Halasz) retrató verbalmente a nuestro autor en Henry Miller, tamaño natural y Henry Miller duro, solitario y feliz. En el primer libro, asistimos al Miller de los feroces años parisinos; en el segundo, al Miller ya célebre que reside en California. De la misma manera se estructuran las páginas de Mi amigo Henry Miller de Perlès, periodista y novelista austríaco, testimoniando de cerca su amistad hasta 1938, fecha en que sus vidas se distancian debido al regreso de Miller a los Estados Unidos y la marcha, un año después, del propio Perlès a Inglaterra (curiosamente, será en la España de los primeros cincuenta donde se reencontrarán), y biografiando después al tótem literario del Big Sur. Tras la lectura de ambos testimonios, Miller se nos aparece como un tipo generoso, proclive a esa fácil y enérgica felicidad tan esencialmente americana, dotado como nadie para la conversación y la divagación creativas, hasta en las más insospechadas situaciones; tan bueno dando amor como recibiéndolo y, al final, como hombre que escribe. Su personalidad cautivó a Blaise Cendrars, Anaïs Nin (recomiendo aquí la lectura de su correspondencia), Lawrence Durrell, Orwell, Eliot o Ezra Pound durante el período artísticamente efervescente en el que fue habitante de la orilla izquierda del Sena. Después, ya convertido en hijo pródigo de América (bueno, quizás no de toda, pero sí de aquella América que nace de Whitman), ejerció de referente literario e incluso ideológico de buena parte de la cultura bebop, del fenómeno beat y más tarde de la contracultura y del movimiento underground. Se dejó querer, pero al mismo tiempo se mantuvo siempre solitario, duro y feliz; o sea, anticanónico.

Por último, si he de recomendar, yo prefiero al Miller procaz y directo, refinado y divagador de sus novelas autorreferenciales; al Miller caudaloso capaz de saltar de la prosa común (pero necesaria) de la fábula rápida de tipo confesional al excurso lírico-filosófico sobre lo trascendente. Está el otro Miller, en efecto, el de la prosa de ideas, el ocasional ensayista, el de El mundo del sexo o Los libros en mi vida, obras que parecen más bien una glosa, una nota al margen (pero igualmente atractiva) de lo escrito y pensado en el terreno más propicio para él de la ficción (o de la autoficción, como se dice ahora). Digamos que, de todos los trajes con los que se vistió, este último era el que le quedaba más pequeño. Miller falla cuando quiere demostrar por otra vía lo que ya ha demostrado como novelista. En otras palabras: el Miller más mundano es casi siempre el más profundo.          


         

martes, 15 de mayo de 2018

PARÍS ERA UNA FIESTA: HEMINGWAY Y SUS ANSIEDADES

  
  Terminaba la entrada anterior con uno de los Adagia de Wallace Stevens, y voy a empezar la actual con otro que también me gusta mucho: “La vida es el reflejo de la literatura”. ¿Y no es así, en el fondo? Siempre he pensado que a la literatura le queda pequeño el traje con que la quiso en su día vestir Stendhal, ese de ser un espejo que se pasea a la largo del camino, tanto más cuando el camino tiende a ser, precisamente, espejo de las páginas que el hombre escribe. La literatura completa la vida, o mejor: la ordena, reordena y desordena a su capricho. Harold Bloom, que es un admirador confeso de Stevens, piensa en los mismos términos y resume la cuestión aseverando, polemillas a la mar, que Shakespeare es el arquitecto del individuo moderno, o sea: que Shakespeare inventó al hombre occidental de nuestras calles de hoy. No sé. El eminente crítico estadounidense es muy dado a emitir juicios canónicos con una voz tan ancha como estrecha es a veces la base que los sustenta. Sin embargo, su concepto de “ansiedad de la influencia” me parece muy útil, puesto que enriquece la noción de intertextualidad. Bloom se ha mantenido siempre fiel a esta idea forjada en su juventud. Todo escritor que vive para la literatura vive también inmerso en una lucha agónica contra las voces maestras que le han precedido y que, al nutrirse de ellas, le han moldeado como escritor. Se trata de una batalla por desligarse, por romper amarras. Veo la influencia como esa lanzadera que es apartada por la violencia misma del despegue, tras haber cumplido su propósito. También le concedo a Bloom la metáfora hamletiana: todo escritor que vive para la literatura vive para exorcizar el vengativo y receloso espectro de su padre. Esta ansiedad de la influencia, fantasmagórica y tiránica, poético complejo de Edipo, o se supera o se convierte en un abrazo indesligable y mortal, un peso que bloquea y anula.


  Ahora bien, a la ansiedad de la influencia bloomiana habría que añadirle al menos otras dos ansiedades contra las que el escritor se ve obligado también a pelearse mientras dura su vida, escriba o no (porque un escritor no puede dejar de serlo, de la misma manera que tampoco es estrictamente necesario que escriba una sola línea para ser considerado escritor, y si no, léase Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas). Una es la ansiedad de la memoria; la otra, no menos traicionera, es la ansiedad de la escritura. Para hablar de ellas, aprovecho que acabo de releer París era una fiesta y que este texto y la figura de su autor, Ernest Hemingway, encarnan a la perfección la lucha contra las tres ansiedades que acabo de mencionar.
  Según afirmó su viuda oficial, Mary Welsh, Hemingway comenzó a escribir Paris era una fiesta (que para mí está entre lo mejor de su obra) en Cuba, en el otoño de 1957; siguió trabajándolo en Ketchum (Idaho) en el invierno de 1958-59, luego en España, de nuevo en Cuba, otra vez en su país y de vuelta finalmente en la isla caribeña, donde le puso punto y final en la primavera de 1960. Mientras tanto, estuvo trabajando en otro libro, El verano peligroso, de tema taurino. La cosa es sabida: un año más tarde el famoso e intrépido escritor-cazador dispararía su última bala acertando de lleno en el blanco. Hemingway obtuvo así el trofeo de Hemingway. Me acuerdo ahora, en este punto y no sé por qué, de Gabriel García Márquez, que en un artículo de Notas de prensa en el que evalúa su experiencia hemingwayana cuenta una pequeña anécdota. Caminando por el parisino bulevar de Saint Michel, en la primavera del 57, el periodista, ignoro si todavía feliz e indocumentado, pero tal vez con una novela publicada y algún premio literario de su país, el joven escritor latinoamericano, digo, reconoce a su mito, el mito de las letras de aquel tiempo, grande y demasiado visible entre la joven multitud, caminando a su vez por la acera opuesta en dirección al jardín de Luxemburgo. Lo describe: camisa de leñador, gorra de béisbol, vaqueros y unas gafas metálicas que le dan un aire de abuelo prematuro. Tiene 59 años y no transmite ya la fortaleza que desearía transmitir. No sabe qué hacer. Duda. Piensa primero en abordarle y saludarlo, decirle cuánto le admira, quizá hacerle una entrevista, pero rápidamente desiste, su inglés no da para mucho, como sin duda le ocurre al español de su maestro (el otro era Faulkner). Entonces, haciendo bocina con las manos, lo llama en un grito de verdadera admiración, humilde y diáfano: “¡MAEEEEEESTRO!” Hemingway, que creo que iba acompañado de su mujer, Mary Welsh, se gira, ve al joven que le acaba de saludar desde el otro lado de la calle y, en español, contesta: “¡ADIOOOOS, AMIGO!”. Así, potente, diciéndolo a la par que levanta la mano como quien lanza una piedra, a la manera en que él dijo en cierta ocasión que saludamos todos los españoles, de lo cual a lo mejor debió contagiarse. El gringo siguió su camino y Gabo nunca olvidaría aquel persistente y a la vez efímero encuentro, que además sería el único. “Persistente y efímero”, recuerdo estos términos (aparente antítesis), porque así define García Márquez la huella literaria del escritor, persistente y efímera. Sigo sin saber por qué cuento ahora esto. Debe de ser porque aquello le sucedió al colombiano cuatro años antes de que Hemingway se quitara la vida y a él, echando la vista atrás, ese día le pareció muy vivo aún, cuando lo cierto es que por entonces estaba perdido en un desierto de crisis y depresión nerviosa del que no hallaría salida, o al menos una salida menos cruenta para sí mismo que la que escogió finalmente. No es necesario a estas alturas explicar el porqué de la persistencia de Hemingway, pero su paralela y no por ello contradictoria fugacidad tiene que ver, según García Márquez, con el rigor de una estética demasiado constreñida para dar a cabida a tan enorme tensión vital en la vasta extensión de la novela. Al parecer, la doblemente afilada exigencia de imitar el iceberg le funcionaba mejor en las distancias cortas, no tanto en la carrera de fondo. Púgil más hecho para buscar el K.O en el primer asalto que para ir a los puntos, el cansancio que se atisba en algunas de sus novelas, la ocasional carencia de finura, el exceso de golpes que se van el aire, todo ello desaparece en el rápido combate del cuento. Italo Calvino viene a decir lo mismo en Por qué leer los clásicos. Lo que nos deslumbra de Hemingway, sin olvidar su figura mitológica, lo que en verdad lo vuelve perdurable, son sus piezas breves. Sin duda, Raymond Carver, otro especialista del K.O, se fijó en sus movimientos, aprendió de él, superándolo incluso.
  
Hemingway en su etapa parisina
París no era una fiesta, era una necesidad. La narración no es lo que puede parecer a simple vista (novela o relato amplio), sino ese último y desesperado golpe que se lanza para ganar el combate o para demostrase que al menos se está todavía en la pelea, una elegía a la memoria y a la pasión por la escritura. Es el más bello fruto de la ansiedad de su autor. Ansiedad de ansiedades. Ya sabemos que cuando Hemingway lo redacta se halla inmerso en una crisis profunda: la memoria agusanada por la acción del olvido; el pulso plano de la escritura, cuya antigua electricidad (música, fiebre o delirio que, como decía Roberto Bolaño, debe sentir el verdadero escritor) es perseguida incansablemente. Allá donde estuviera, Cuba, España o Estados Unidos, Hemingway escribía de pie, ayudándose de una especie de atril colocado a tal efecto. Blaise Cendrars aconsejaba escribir siempre andando, siempre durante la marcha y, coincidiendo con Whitman, sin detenerse mucho en ningún sitio. “Extrañas costumbres y recomendaciones las de estos pájaros intranquilos”, pudiera responder algún profesionalizado novelista a lo Balzac, tratando de recrear la bravura del océano en la perfecta e insípida lisura de su piscina privada. Bueno, cada cual hace lo que puede con lo que tiene. Whitman, Cendrars y Hemingway nos dicen: se trata de escribir como al paso, mientras se hacen otras cosas, por ejemplo, mientras se vive. Pero comprendo que hay éticas mucho más cómodas y, desde cierto punto de vista, probablemente más eficaces. Durante aquella época parisina, la que se hace sabrosa carne literaria en París era una fiesta, vemos a Hem escribiendo en los cafés (sentado o de pie, que en el plano simbólico de la escritura en marcha viene a ser lo mismo), nunca después de comer o después de haber bebido, afición esta que, a nadie se le escapa, procura regalarse en abundancia. Para el escritor es absolutamente imprescindible rodearse del latido del mundo en el momento en que abre su libreta y empuña el lápiz, ponerse a tono con la música circundante, conversaciones, pasos, bocinas, los ritmos cotidianos de la ciudad que despierta, enloquece o se arrulla, la canción poliestrófica del apareamiento colectivo, donde un reducto de artistas, poetas, pintores, vive o intenta vivir su París de vanguardia, a caballo entre las dos catástrofes. Lo de escribir en los cafés, algo que personalmente encuentro delicioso y que prefiero por encima de otras posibilidades que ofrece la ciudad (aunque el café auténtico, ese café como refugio para la tertulia intemporal o la simple conversación relajada, sea en nuestros días difícil de encontrar, fruto de esta macdonalización de la cultura en la que todo lo genuino se transforma en aséptica cadena de consumo rápido, como diría el poeta Roger Wolfe), no es nada infrecuente entre los escritores de exterior, sobre todo si, además, ejercen el oficio periodístico. Durante su primer año y medio en París, Hem envía sus artículos al Toronto Star, cubre la guerra entre griegos y turcos y escribe crónicas de viaje. Luego vendrían la famosa pérdida de la maleta con los manuscritos del novelista, el viaje con su mujer embarazada a Toronto, el nacimiento allí de su hijo, el abandono del periodismo y el regreso a París anhelando la vida de escritor bohemio, la vuelta a la pobreza y a la felicidad. Colabora entonces con publicaciones alemanas, a las que envía sus cuentos, por los que tampoco le pagan demasiado mal. Su estrategia de partida, su máxima imperativa, es bien simple: “tan solo escribe una buena primera frase”. Asistimos, en el primer capítulo, a una escena en uno de esos cafés que el escritor frecuenta, situado en la plaza de Saint-Michel:
  Era un café simpático, caliente y limpio y amable, y colgué mi vieja gabardina a secar en la percha y puse el fatigado sombrero en la rejilla de encima de la banqueta, y pedí un café con leche. El camarero me lo trajo, me saqué del bolsillo de la chaqueta una libreta y un lápiz y me puse a escribir. Estaba escribiendo un cuento que pasaba allá en Michigan, y como el día era crudo y frío y resoplante, un día así hizo en mi cuento. Por entonces, ya los fines de otoño se me habían echado encima de niño y de muchacho y de joven, y, puestos a describirlos, en unos lugares salía mejor que en otros. A eso se le llama trasplantarse, pensé, y a lo mejor les conviene tanto a las personas como a otras especies cuando crecen. Pero en  mi cuento los amigos bebían unas copas y me entró sed y pedí un ron Saint James. Sabía a maravilla con aquel frío y seguí escribiendo, sintiéndome muy bien y sintiendo que el buen ron de la Martinica me corría, cálido, por el cuerpo y por el espíritu.
  Una chica entró en el café y se sentó sola a una mesa junto a la ventana. Era muy linda, de cara fresca como una moneda recién acuñada, si vamos a suponer que se acuñan monedas en carne suave de cutis fresco de lluvia, y el pelo era negro como ala de cuervo y le daba en la mejilla un limpio corte en diagonal.
  La miré y me turbó y me puso muy caliente. Ojalá pudiera meterla en mi cuento, o meterla en alguna parte, pero se había situado como para vigilar la calle y la puerta, o sea que esperaba a alguien. De modo que seguí escribiendo.
  El cuento se estaba escribiendo solo y trabajo me daba seguirle el paso. Pedí otro ron Saint James y sólo por la muchacha levantaba los ojos, o aprovechaba para mirarla cada vez que afilaba el lápiz con un sacapuntas y las virutas caían rizándose en el platillo de mi copa.
  Te he visto, monada, y ya eres mía, por más que esperes a quien quieras y aunque nunca vuelva a verte, pensé. Eres mía y todo París es mío y yo soy de este cuaderno y de este lápiz.
  Luego otra vez a escribir, y me metí tan adentro en el cuento que allí me perdí. Ya lo escribía yo y no se escribía solo, y no levanté los ojos ni supe la hora ni guardé noción del lugar ni pedí otro ron Saint James. Estaba harto de ron Saint James sin darme cuenta de que estaba harto. Al fin el cuento quedó listo y yo cansado. Leí el último párrafo y luego levanté los ojos y busqué a la chica y ya se había marchado. Por lo menos que esté con un hombre que valga la pena, pensé. Pero me dio tristeza. Cerré la libreta con el cuento dentro y me la metí en el bolsillo de la cartera, y pedí al camarero una docena de portuguesas y media jarra del blanco seco que allí servían. Al terminar un cuento me sentía siempre vaciado y a la vez triste y contento, como si hubiera hecho el amor, y aquella vez estaba seguro de que era un buen cuento, aunque para saber hasta dónde era bueno había que esperar a releerlo al día siguiente.               
   Incluyo este largo fragmento (mis disculpas) porque creo que funciona a la perfección como síntesis de aquel escribir de pie, en marcha o al paso, a tono con el ritmo del mundo, del que hablaba más arriba, y que es inmediata consecuencia de la personal ansiedad de la escritura de Hemingway. El estilo, nervioso, nexómano, ultraeconomizado (principios más formalmente representados en la primera mitad del libro que en la segunda), es natural reflejo de lo anterior.  
  Otro de los cafés frecuentados por nuestro escritor era el de La Closerie des Lilas, “el único buen café” que había cerca de su casa, cuando vivía junto a su mujer de entonces, Hadley, y el hijo de ambos, apodado Mr. Bumby (por cierto que, al llegar el invierno, se alejarían de París, pues el frío asociado a la pobreza puede soportarlo una pareja sola, pero no una pareja con un bebé, de modo que los tres se fueron a Schruns, Austria, donde, debido a la inflación del schilling, el alojamiento y la comida salían muy baratos), en un piso situado encima de una serrería, en el número 113 de la rue Notre-Dame-des-Champs. Para Hemingway era uno de los mejores establecimientos de vinos y licores de París. Caliente en invierno, apacible y fresco durante los veranos, cuando uno podía sentarse a las mesas de fuera, bajo los árboles o bajo los toldos de la acera del boulevard. Los dos camareros se hicieron amigos suyos. Era una escuela que daba mucho y exigía muy poco, solo la asistencia regular, el empeño:


  El instrumental necesario se reducía a las libretas de lomo azul, a los dos lápices y el sacapuntas (afilando el lápiz con un cortaplumas se echa a perder demasiada madera), a los veladores de mármol, y al olor a mañana temprana y a barrido y fregado y buena suerte. Para la buena suerte, había que llevar en el bolsillo derecho una castaña de Indias y una pata de conejo. Hacía tiempo que la pata de conejo había perdido su pelo, y los huesos y tendones  relucían de tanto frote. Las uñas rascaban a través del forro del bolsillo, y así uno se acordaba de que allí seguía la buena suerte.
  
Blaise Cendrars
Aquel café, nos cuenta, había sido en tiempos pretéritos lugar de reunión de poetas, pero en su época ya no congregaba a casi nadie. No obstante, aunque tan solo en una ocasión, por allí pudo ver a Blaise Cendrars, “con su rota nariz de boxeador y su manga vacía sujeta con un imperdible, que liaba los pitillos con la mano que le quedaba”:
  Era un buen compañero hasta que estaba demasiado borracho, e incluso entonces, las mentiras que soltaba le hacían más interesante que a otros sus relatos verídicos.
   También, en el mismo lugar, tuvo un encuentro con Ford Madox Ford, que no sale muy bien retratado, pese a que Ezra Pound, otro de los célebres habitantes del París de entonces, le decía que no había que maltratarle, que únicamente soltaba mentiras cuando estaba fatigado, que era un escritor bueno de verdad. Pound, antítesis de Gertrude Stein, que fue su mentora y bisagra de enlace con artistas como Picasso, Miró o Juan Gris y que tampoco sale bien parada de su retrato (acabarían distanciándose), es, por el contrario, el amigo fiel, siempre ocupado “en hacer favores a todo el mundo”. Su estudio de la rue Nôtre-Dame-Des-Champs, donde vivía con su esposa, “tenía tanto de pobre como tenía de rico el estudio de Gertrude Stein”, se nos confiesa mordazmente. Gracias a Pound, que les presentó, Hemingway pudo conocer a James Joyce, con quien parece ser que se corrió alguna que otra farra.
  
Sylvia Beach frente a su librería
Y luego están las relaciones con Scott Fitzgerald y las de este con su mujer, Zelda, que dan para otra entrada y que exceden con mucho el propósito inicial de la presente, por lo que mi limitaré a calificarlas de extrañas y seductoramente contradictorias, no en vano se afirma que “no había modo de irritarse con Scott, como no hay modo de irritarse con un loco”. Y quien desee profundizar en el enredo no tiene más que comenzar por estas páginas de las que estoy hablando. No cabe duda de que los chismes entre escritores son el picante de la salsa literaria, y el lector ávido de esta clase de condimentos podrá refocilarse un tanto si es que tiene a bien hacerse con un ejemplar de París era una fiesta (la edición que yo estoy manejando, que incluye fotografías de Hemingway y de algunos de los personajes mencionados, es la que hizo Círculo de Lectores por cortesía de Seix Barral, que cedió la traducción de Gabriel Ferrater). Le animo desde aquí a que lo haga, pero sin perder de vista lo siguiente: más allá de las relaciones sociales y personales, por encima de la escenografía y de la anécdota, la sustancia de estas páginas, su latido, tiene que ver con la escritura y su ansiedad, con la pasión y la disciplina que se le suponen (tan amigadas al hambre). Es cierto que están las carreras de caballos, las apuestas en Saint Cloud, las visitas a la mítica librería Shakespeare and Company (donde conoció a Ezra Pound), regentada por Sylvia Beach (que fía a los Hemingway todos los libros que quieren… ¡Envidia de librera!); es cierto que están el esquí en Austria, las fiestas, los amigos, los menos amigos, la bohemia, el malditismo etílico, el París hiperliteralizado, el mito de sí mismo y la generación perdida; todo eso está, pero por encima de cualquier otra cosa de lo que habla Hemingway es del deseo de escribir en medio de la acción, del éxito y del fracaso íntimos. Aparte de sus cuentos y demás, durante los años parisinos, concretamente en 1926, nuestro autor escribió The Sun Also Rises (Fiesta), tal vez su primera obra importante, mediante la cual da a conocer los sinsabores de aquella generación dislocada, expatriada. Mientras, mantiene en secreto su relación con Pauline Pfeiffer, con quien se acabaría casando en 1927 tras divorciarse de Hadley. La nueva pareja dejaría París al año siguiente, pero esa, como suele decirse, es ya otra historia.
  
Hadley, Hem y Mr.Bumby
Para terminar: no piense el lector que lo que aquí comento es un simple escrito autobiográfico, porque se equivocaría. Su propio autor nos dice que se trata de una obra de ficción. Muy bien, ficción; pero, ¿de qué clase? De la clase que trae consigo esa otra ansiedad de la que hablaba, la ansiedad de la memoria; la memoria amenazada de un hombre que se siente acabado (o casi) como escritor, precisamente porque la memoria (y quien dice memoria dice experiencia, mundo vivido, exprimido, apurado hasta la última gota) había sido la música, el ritmo de su escritura. Es curioso. Pienso en este hombre que se cree acabado, en este viejo pegador de los primeros compases que logra el golpe definitivo justo antes de que suene la campana en el último asalto del que sabe será su gran combate final. ¿Cómo? Volviéndose a la época de la pobreza y la felicidad, al París del joven que quiere ser escritor. Volviendo justamente al tiempo de la fiebre y la ansiedad de la escritura, de la pasión, como un modo de arrancarle a la memoria una última sonrisa antes de que esta cierre la puerta por fuera, como esos boxeadores de película que, cuando están a punto de besar la lona y ser derrotados, se acuerdan de alguien por quien que merece la pena luchar y encuentran de pronto la fuerza que creían perdida, la fuerza que finalmente les lleva a la victoria. Así Hemingway selló su victoria personal con la memoria, arrancándole a ella y hurtándole a la muerte algo perdurable, auténtico. Resulta que la música seguía ahí, la electricidad. Un escritor tiene que demostrarse constantemente a sí mismo que lo es. Todo un sufrimiento, desde luego. Ansiedad de ansiedades. Pero ello fue a costa de parchear las faltas, de rellenar los vacíos con los materiales de la invención o, al menos, de la recreación. Porque no se trataba de rubricar un pacto biográfico que anudase la pluma al rigor de los hechos, sino de internarse en la espesa niebla y regresar después con su corazón, su espíritu. Ni autobiografía ni relato ficticio, pues: reafirmación. París no era una fiesta, era una necesidad, memoria recobrada para la literatura, literatura que completa la vida; la vida, reflejo de la literatura.

     

domingo, 22 de abril de 2018

PAPÁ HEM


    Supongo que uno puede descubrir la literatura de muchas y muy variadas maneras. Yo tenía catorce años cuando una convalecencia posoperatoria me obligó a guardar total reposo en casa. Corría el mes de mayo del 94, el calor era ya considerable y una semana así iba a ser difícil de sobrellevar. Se me permitía caminar un poco, cierto, pero solo para emprender meras acciones de supervivencia (comer, ir al baño, maldecir mi puerca suerte, etc.). Nada de calle. Desde la terraza de nuestro hermoso ático yo aullaba, melancólico e impotente, a aquel cielo tan burlonamente azul.

"Desde mi azotea".
Imagen tomada de:
http://escritornublado.com
    Me moría de ganas de jugar al fútbol, que era lo que, más allá del instituto y su primero de bachillerato, ocupaba mi tiempo por entonces. La televisión, la videoconsola, pronto dejaron de consolarme. ¿Estudiar? Los enfermos no estudian, reciben regalos. Dios, a todo esto ni siquiera había dejado atrás el primero de los siete u ocho días de condena. Sin embargo, una puerta iba a abrírseme.  Y es que recientemente, por la compra de no sé qué electrodoméstico, mis padres habían sido obsequiados con una colección de libros. Unos estaban encuadernados con apariencia lujosa, en símil piel y con dorados en los lomos; otros, por el contrario, en rústica sin solapas, de sencillo color blanco con rótulos negros y llamativas ilustraciones en sus portadas. Mis padres los habían ordenado pulcramente en una pequeña librería de madera, de solo tres baldas, que podía trasladarse con facilidad de un sitio a otro por obra y gracia de sus cuatro ruedas. Habían convenido en dejar el conjunto justo detrás del ángulo que formaban los dos sofás del salón. Dijeron que aquello le daba a la estancia un toque o un aire y que era muy bonito y que por tanto allí se quedarían los libros, acompañándonos. Uno siempre podía dejar el mando a distancia u otras cosas sobre la oscura madera o directamente sobre los libros, así que, bueno, desde este punto de vista sí que resultaba algo práctico, pensaba yo. Mi interés por el asunto, hasta el momento, se había reducido a esta simple cuestión logística. Uno puede descubrir la literatura de muchas y muy variadas maneras, decía al principio; en mi caso sucedió gracias a la confabulación entre un problemilla físico y el aburrimiento fatal y desesperado. A lo largo de la mañana de mi segundo día de convalecencia, quemadas todas las balas de la distracción, no sé por qué reparé en el pequeño mueble de los libros. Me incorporé desde el sofá donde estaba medio tumbado, recuerdo que en camiseta y pantalón corto, y con el mismo ánimo de quien hojea una revista de náutica en la sala de espera del dentista me puse a manotear entre lo que allí había: Ernestosábatosobrehéroesytumbas, Eduardomendozaelmisteriodelacriptaembrujada, Williamkennedytallodehierro,Mariovargasllosalacasaverde, Hermanhesseelúltimoveranodeklingsor,Octaviopazlasperasdelolmo, Friedrichschillerguillermotell, Johannwgoethelossufrimientosdeljovenwerther, Pedrocalderóndelabarcalavidaessueño, Lopedevegafuenteovejuna… Seguí  leyendo, mecánica y desdeñosamente, los títulos de los volúmenes, hasta que uno en particular me detuvo en seco: Ernesthemingwayelviejoyelmar. El viejo y el mar. Sonaba bien. Ernest Hemingway, El viejo y el mar. Los libros son así; siempre aguardan, como una mano tendida, a que otra mano por fin tire de ellos. Lo siguiente que hice fue echar un vistazo entre sus páginas. Tenía unas lindas ilustraciones, algo inesperado en un libro de esas características, es decir, en un libro para adultos. No eran más que dibujos a tinta negra, nada pretenciosos, pero el trazo era original, continuo y como retardándose en breves y erizadas ondas; seguramente se habían hecho sin casi levantar el plumín del papel. Tenían su fuerza, tanta como para que un chiquillo de catorce años fuera capaz de entrever la historia que debía de haber detrás de ellos. Un viejo y pobre pescador, a solas en su vieja y pobre barca, luchando en medio del mar contra un pez de proporciones descomunales. Pero hasta yo me daba perfecta cuenta de que ahí tenía que agazaparse algo de mayor trascendencia. Dado que el libro era breve y, al parecer, no muy complicado (pocos personajes, a juzgar por las ilustraciones: el viejo, protagonista, y un muchacho), y como además yo no sabía qué hacer con mis horas de convalecencia, me atreví a leer el comienzo, que decía: “Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez”. Esos ochenta y cuatro días funcionaron como lo que en realidad son: el resumen de un tiempo frustrado y la sutil anticipación de otro, es decir, la tensión de la aventura que está por venir. Me tumbé en el sofá con este descubrimiento entre las manos y no lo solté (salvo para ir a comer) hasta el final de la tarde.

Ernest Hemingway
    Si un año antes, aún en el colegio, las lecturas obligadas de Bécquer, Antonio Machado y la primera parte del Quijote (bendita y loca obligación impuesta por un loco y bendito maestro) me enseñaron el placer del texto, el valor estético del lenguaje, ahora Hemingway, que nunca dejaría ya de ser papá Hem, me enseñaba cómo podía contarse una buena historia utilizando no demasiadas palabras, con fuerza, limpiamente y, lo más importante, sin tener que contarlo todo. Si la memoria no me falla, creo que esta fue la primera lectura que hice por voluntad propia. Recuerdo la segunda, y la tercera. Después de El viejo y el mar salté de cabeza y con toda la inocencia del mundo a Crimen y castigo. Me llevé un buen tortazo, aunque positivo en cierto sentido. Disfruté y sufrí con el salto. Aun gustándome la novela, tanta introspección psicológica, lejos de adentrarse en el meollo del caudal, daba la impresión de huir de él entre meandros innecesarios, o eso, ingenuo de mí, barruntaba yo entonces, creyéndome ya con derecho y competencia suficientes para impartir justicia crítica. Tras de mi primer contacto con los rusos, volví a Hem (Por quién doblan las campanas). La cuenta de las lecturas primerizas, por riguroso orden, se pierde a partir de este punto. Fueron cayéndome, en desordenados y a menudo imprevisibles asaltos, otros golpes del púgil de Oak Park, Illinois, hasta el definitivo knock out de sus cuentos. Pero antes de eso, mucho antes, al final de una tarde de la primavera del 94, cerré aquel primer libro elegido, tan bien encuadernado y de papel tan oloroso, y lo devolví a su lugar, ahora con un atisbo de reverencia, junto al ignorado resto de sus camaradas escritores, a quienes yo imaginaría luego manteniendo largas y acaloradas tertulias, pues el contenido de este mueblecito de rincón había ganado para mí aquella tarde un súbito respeto, una nueva reputación, mucho más elevada, que pronto alcanzaría el rango de sacro altar del iniciado (iniciado confuso, torpe, voluntarioso), aunque siempre diera un toque o un bonito aire al salón y todos siguiéramos dejando el mando a distancia y los más inverosímiles objetos sobre los oscuros estantes. La semana de convalecencia pasó y el antiguo convaleciente volvió a su primero de bachillerato y, poco después, al fútbol. Por supuesto, hubo muchos más cielos y días azules que ver, poblados de vencejos, desde la terraza del ático. De vez en cuando, sin que nadie lo supiera, una mano tiraba de otra que, paciente y en silencio, generosa, esperaba tendida desde justo detrás del ángulo que formaban dos sofás muy de los años noventa.





viernes, 23 de enero de 2015

SUBLIME DEGRADACIÓN HUMANA

Hubert Selby Jr. (1928-2004), el delicado demonio neoyorquino (eternos ojos afilados de azul, cacatúa en el hombro derecho), es una portentosa apisonadora estilística, un alud de puro dominio verbal. A su prosa, intensa, vigorosa y primitivamente rítmica (se me ocurre fruto de un cruce entre Henry Miller y Blaise Cendrars), hay que añadirle su mayor logro: un grado de profundidad psicológica pocas veces alcanzado desde Dostoyevski. Su novela The Room (1972), traducida recientemente al español por Daniel Ortiz Peñate para Ediciones Escalera (2010), es el texto más brillante en este sentido. Aunque carece de la maravillosa polifonía que encontramos en otras de sus narraciones, como en Last Exit to Brooklyn (1964) o en Requiem for a Dream (1978), el substrato semántico, el motivo latente principal, viene a ser el mismo: la denuncia del sueño americano como un falso mito y una trampa social, económica, cultural y familarmente preparada para deshumanizar al más pintado; un espejismo o simulacro econoerótico capaz no sólo de alienar al individuo, sino de degradarlo moral y físicamente, en esa estéril búsqueda de un imposible que lo descentra de su eje identitario y le hace perder la soberanía de sí. Con éxito o sin él, aparentemente adaptado o no, el sistema se apodera de la autonomía del hombre, simple mercancía en perpetuo intercambio, cuyo verdadero precio solamente es revelado tras su destrucción. Si The Room es la cara, The Demon (1976) es la cruz. Ambas son novelas acuñadas en los dos lados de la misma moneda. Ambas son himnos a la degradación humana. Una, de la que voy a hablar hoy aquí, da el protagonismo a un vulgar delincuente, encarcelado y a la espera de un jucio por un crimen que asegura no haber cometido; otra, en cambio, escoge la perspectiva de un joven de clase media-alta, brillante y encantador, nacido para el triunfo, que, sin embargo, no encuentra mejor destino. La obsesión, la locura, la pulsión de muerte, la pulsión sexual, son las mimbres psiquicas con las que Selby construye distintas tramas con un mismo fondo. El ritmo, embriagador, hipnótico, con ecos de su admirado Céline, arrastra al lector, lo quiera o no, hasta ese fondo, tras hacerle descender a través del denso caos mental de cualquiera de los dos personajes. Pero he dicho que voy a hablar de la desasosegante The Room. Me pongo a ello.

Conviene advertir, para empezar, que el depliegue rítmico y lingüístico llevado a cabo por Selby (lo más palpable, sin duda, que hallará el lector en esta novela), no hace sino redirigir la mirada hacia el subtexto. Este es un artefacto crítico (ojo, manéjese con cuidado). El lenguaje nunca es inocente, aunque quien lo emplee pueda efectivamente serlo (pero ese es otro tema). El lenguaje de Selby se antoja altamente corrosivo: el resultado de aplicarle un par de vueltas a los tornillos de Céline y Charles Bukowski. La materia, por sí misma, por cómo se usa, es el primer elemento de crítica. Veámoslo. Brutal y escatológico, el discurso antisocial del protagonista es el propio de un outsider forzoso:

Siempre hay alguien dispuesto a molestarte, a no dejarte en paz. Da igual lo simples que puedan ser las cosas, que siempre vendrá un hijo de puta a complicarte, a joderte la vida. Dios, cómo apesta este puto mundo, infestado de cretinos, de auténticos mierdas, con un sólo propósito: putearte. Vas a comprarte unos zapatos y le dices al dependiente cuáles quireres y tu talla, y enseguida vuelve para clazarte un número menos que te aprieta, y por más que insistes, él sigue tratando de convencerte de lo bien que te quedan y que luego ceden porque es piel de la buena, que te los lleves puestos y para cuando llegas a casa tienes ya una ampolla en el talón que no te deja vivir, y lo único de lo que tienes ganas es de volver a la tienda a meterle los zapatos por el culo al tío que te los ha endilgado (p. 227).  
Se trata de arremeter contra la arraigada hipocresía del modelo de vida americano (lo han hecho después, de muy distinto modo, los celebérrimos David Foster Wallace y Jonathan Franzen, por ejemplo), por medio de un lenguaje que, primero, recoja los usos más antagónicos y antimodélicos, la jerga vulgar, marginal y callejera de un submundo social ajeno a la frívola placidez indiferente de la hiperdemocrática clase media, y, segundo, que represente con absoluta minuciosidad una sucesión de escenas y ambientes donde la violencia, la deshumanización y lo aberrante alcancen un nivel tan real como insólito. El estilo de Selby va mucho más allá de la provocación; es una necesidad, una disposición de la sangre: la única manera de poner de manifiesto la capacidad del hombre para sufrir y hacer sufrir. Para dañar gratuitamente. Ejemplo de esto que digo es la hiperrealista violación que, con la acerada precisión de un frío escalpelo, nos es relatada en cierto pasaje de la novela. El lector asiste entonces a una autopsia de la agonía y la maldad, perfecta en su necesaria nitidez y, por ello, dolorosamente perdurable. No creo haber leído antes nada parecido. Fue valiente Selby. Lo fue muchas veces. Había que resquebrajar el puritanismo de la middle class, aunque ello supusiera la inmediata condena del sistema literario imperante (y así sucedió, pero esa es otra historia).

Hay también en The Room, no cabe ignorarlo, innegables reminiscencias kafkianas (El proceso). El protagonista, como el señor Josef K., se ve víctima de un engranaje implacable que lo tortura hasta el agarrotamiento. Mientras conserva intactas la ira, la rabia y la sed de venganza logra mantenerse mentalmente vivo, en pie de guerra. Pero, cuando hacia la parte final del relato adquiere fatal conciencia de su verdadera situación comienza a desesperar, cayendo de inmediato en un pesimismo sin salida:

Habría que concluir la batalla sin oponente, sin huesos que romper, sin carne que morder, sin entrañas que reventar y esparcir. Sin victoria, sólo sumisión (p. 233).
Es sintomático que el personaje experimente entonces un abandono no solo psíquico, sino también físico, corporal, no pudiendo apenas incorporarse de la cama, ni tan siquiera moverse. Los vómitos que entonces le sobrevendrán son un símbolo de una muerte lenta pero imparable que avanza por dentro, descomponiéndolo todo, susituyendo cada órgano por un vacío sin nombre. El individuo entiende que no hay escapatoria ante la terrible maquinaria del poder, que ésta acabará por destrozarlo. Asume su insignificancia. Una vez que la ira desaparece, la acedia toma el mando. Nada queda ya, salvo la resignación. Una resignación consciente, pues se hace cargo de su estado (se arrepiente, incluso) y denuncia lo que para él es una muestra de la falta de escrúpulos del aparato del sistema, ante el que se siente indefenso. La lucidez es, así, más terrible que la locura.

En resumen, es esta una novela sobre el desarraigo, la inadaptación, la soledad, la desesperanza, el odio, la violencia, la rebeldía y el arrepentimiento, donde el flujo libre de la conciencia, los recuerdos y las ensoñaciones (sin delirio) del protagonista, su lucha y su derrota, nos hacen reflexionar acerca de nuestras sociedades del simulacro posmoderno. Obviamente, el contenido simbólico espacio-temporal, centrado en el habitáculo (pegado al personaje como una segunda piel), daría para unas cuantas líneas más. Baste decir aquí que este contenido explica la ausencia de acción al uso en la novela de Selby.

Un último apunte. Para aquel que quiera leer algo semejante, en ritmo y en intención, entre nuestras letras hispánicas, recomiendo El índice de Dios (Madrid, Espasa Calpe, 1993), del narrador y poeta de origen inglés (residente en España, con alguna ausencia, desde los cuatro años), Roger Wolfe. Tengo entendido que la editorial Zut acaba de reeditar, con el título de El sur es un sitio grande, esta semiolvidada novela, que bien merecería próximo comentario.