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viernes, 30 de marzo de 2018

TODOS LOS NOMBRES

Los caminos no se hicieron solos
                                                     Pablo Milanés
  
En su poema más universalmente conocido, “The road not taken” (El camino no elegido), Robert Frost ofrece una respuesta a la paradoja de la bifurcación: entre las dos posibilidades que el viajero tiene ante sí, este acaba eligiendo la que aún está por hacer:

Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,
yo tomé el menos transitado,
y eso hizo toda la diferencia.

El viajero del poema de Frost se decanta por el camino angosto, tupido y falto de uso, por la senda incierta. Su elección es una apuesta ética, la más arriesgada, que en el oficio lírico supone desbrozar y renovar olvidadas tradiciones, o directamente abrir nuevos cauces estéticos, y que en el oficio más difícil, el de vivir, revela la audacia de conocer y conocerse, la humana temeridad de cambiar el mundo a medida que se va haciendo.

Robert Frost. Foto: Getty
Tomado de:Jot Down. 
Contemporary Culture Mag
Como el que escribe, el caminante hace discurso, despliega nuevas posibilidades. El lenguaje es herramienta y discurso a la vez, como el propio camino; y, como este, se construye de forma colectiva, pisada a pisada. Lenguaje y camino, claro está, son instrumentales en la medida en que nos sirven para llegar a algún sitio, pero también pueden no llevarnos a ninguna parte, más allá del propio universo de las palabras o del sinuoso avance de la ruta (lo que, de la misma manera que para Frost, para nosotros hace toda la diferencia). Podemos simplemente hablar por hablar o caminar por caminar, entregarnos al goce de oírnos o de embarrarnos las botas, sin ningún objetivo material en el horizonte, fuera de la belleza del propio acto, del mero hacer.

En la lengua asturiana hay una hermosa voz que sirve para denominar todo aquel camino estrecho, malo, sucio y pedregoso; es decir, todo aquel sendero de aldea o de monte que nos es siempre de difícil tránsito: “caleya”. Para el viajero, la caleya es como la senda no transitada del poema de Robert Frost: un destino apenas esbozado, el pálido  y dudoso vestigio de una huella.

Somos arrojados a la vida. Vivir, como pensaba Kierkegaard, es un encadenamiento de duda y decisión. Cuando el camino se bifurca, estamos siempre solos: hemos de elegir, y semejante cadena no tiene tregua. Una elección conduce a otra, y esta a la siguiente, de forma implacable y sucesiva. Y si el camino desaparece, nuestra es también la decisión: volver sobre nuestros pasos o retomar la tarea desde el punto en el que los que nos antecedieron la dejaron.

Los caminos no se hicieron solos. Cada quien hace su parte. Un hombre en solitario puede explorar, descubrir nuevas direcciones; puede orientar al resto y señalar la vía que debe seguirse en el futuro, pero únicamente la colaboración y el compromiso de los que le sucedan impedirán que el nuevo camino acabe desvaneciéndose. No hay camino, pues, sin entendimiento y comprensión, sin camaradería.

La caleya nos pone a prueba. Un túmulo de piedras, coronado por una cruz, a la vera de un abrupto y peligroso paso de montaña, puede parecernos, a primera vista, una aglomeración sin diferencia, una masa abigarrada que conmemora, quizás, un triste suceso. Si alguien nos preguntara por el número aproximado de piedras que pudiera haber allí, probablemente no encontraríamos sentido a la pregunta ni perderíamos el tiempo en cuentas. Pero si, a continuación, ese alguien nos dice que cada una de esas piedras representa la muerte de un montañero intentando atravesar el paso que nosotros afrontamos, nuestra mirada cambiará radicalmente. Las piedras dejarán de ser simples partes indiferenciadas de un todo; serán, en ese instante, unidades en sí mismas, resignificadas y singularizadas, cobrando total pertinencia la pregunta anterior. Eso mismo ocurre con el camino. Los nombres se olvidan, pero los pasos siguen ahí, esperándonos. El camino, como el lenguaje, es de todos y de nadie en particular. Como el lenguaje, nos pone a prueba y ante nosotros mismos, ante la aventura de hacernos mediante nuestras decisiones.

Por supuesto, lo más valioso del camino es el hallazgo del otro, el diálogo con lo diverso, el apoyo mutuo, la comprensión. Si, con suerte, llegamos al final de nuestro viaje, todos los nombres serán entonces recordados.